viernes, 20 de septiembre de 2013

EL DEBIDO CULTO AL ÚNICO Y VERDADERO DIOS


          El deber fundamental del hombre es, sin duda ninguna, el de orientar hacia Dios su persona y su propia vida: «A El, en efecto, debemos principalmente unirnos como indefectible principio, a quien igualmente ha di dirigirse siempre nuestra deliberación como a último fin, que por nuestra negligencia perdemos al pecar, y que de hemos reconquistar por la fe creyendo en El».


           Ahora bien, el hombre se vuelve ordenadamente a Dios cuando reconoce su majestad suprema y su magisterio sumo, cuando acepta con sumisión las verdades divinamente reveladas, cuando observa religiosamente sus leyes, cuando hace converger hacia El toda su actividad, cuando —para decirlo en breve— da, mediante la virtud de la religión, el debido culto al único y verdadero Dios.

          Este es un deber que obliga ante todo a cada uno en particular; pero es también un deber colectivo de toda la comunidad humana, ordenada con recíprocos vínculos sociales, ya que también ella depende de la suprema autoridad de Dios.

          Nótese, además, que éste es un deber particular de los hombres en cuanto elevados por Dios al orden sobrenatural.

          Así, si consideramos a Dios como autor de la antigua Ley, vemos que también proclama preceptos rituales y determina cuidadosamente las normas que el pueblo puede observar al tributarle el legítimo culto. Por eso estableció diversos sacrificios y designó las ceremonias con que se debían ejecutar; determinó claramente lo que se refería al arca de la Alianza, al templo y a los días festivos; señaló la tribu sacerdotal y el sumo sacerdote; indicó y describió las vestiduras que habían de usar los ministros sagrados y todo lo demás relacionado con el culto divino.
          Este culto, por lo demás, no era otra cosa sino la sombra del que el sumo sacerdote del Nuevo Testamento había de tributar al Padre celestial.



          Efectivamente, apenas «el Verbo se hizo carne» se manifestó al mundo dotado de la dignidad sacerdotal, haciendo un acto de sumisión al Eterno Padre que había de durar todo el tiempo de su vida: «al entrar en el mundo, dice... Heme aquí que vengo... para cumplir, ¡oh Dios!, tu voluntad»", acto que se llevará a efecto de modo admirable en el sacrificio cruento de la cruz: «Por esta voluntad, pues, somos santificados por la oblación del Cuerpo de Jesucristo hecha una vez sola».

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