lunes, 16 de octubre de 2017

MARÍA ANTONIETA DE AUSTRIA, LA REINA MÁRTIR


     La mañana del 16 de Octubre de 1793, toda la gente de la ciudad de París se halla en las calles, en los balcones y en los tejados. La regia figura de María Antonieta, Archiduquesa de Austria por sangre, Reina de Francia y Navarra por su matrimonio, es abucheada e insultada; se dirige al cadalso con las manos atadas a la espalda, condenada a morir en la guillotina, a los 37 años de edad, y casi nueve meses después de la ejecución de su marido, el Rey Luis XVI

     Cae la cabeza de la Reina y el verdugo la muestra a la muchedumbre que abarrota la plaza de la Revolución -la actual plaza de la Concordia, donde nace la avenida de los Campos Elíseos- y que grita con furia diabólica: ¡Viva la República!




     He aquí, señores, su tortura de Reina. Fue completa, nada faltó, y todo ella lo soportó con calma y resignación, arrancando, de vez en cuando, gritos de admiración de sus propios adversarios.

     Como esposa, María Antonieta sufrió el mayor de los martirios. Su marido, al cual ella dedicaba todos los sentimientos de una esposa católica ejemplar, después de ser blanco de las más crueles afrontas, fue, en fin, arrastrado a una muerte gloriosa para la posteridad, pero que parecía entonces absolutamente deprimente. De su prisión del Templo, oyó María Antonieta, ciertamente, el retumbar de los tambores anunciando que la Convención Nacional, en nombre de la igualdad, destruía al inocente representante de la realeza, en nombre de la libertad lo impedía despedirse, al borde de la tumba, de su pueblo a quien mucho amara, en nombre de la fraternidad le iría a quitar la vida en la guillotina.

      Pero, señores, fue la madre que, en María Antonieta, sufrió las más horrorosas torturas. Cuando la Convención fue a separa a María Antonieta de su hijo, esta, durante dos horas, cubriendo con su cuerpo el del inocente principito, luchó contra el brutal zapatero Simón y su bando siniestro, sólo abandonando al hijo cuando, de todo en todo, le faltaron las fuerzas para resistir. Largos fueron los meses de la separación. Sola, terriblemente sola, presa a la vista de un cuarto horrible de la prisión del Templo, la infeliz mujer tenía como único consuelo, y por lo demás poderoso, su oración. Hasta hoy, conserva Francia su libro de Misa, sobre el cual cayeron, con certeza, las lágrimas amargas de aquella madre que, en el auge de la infelicidad y del abandono, supo siempre agradecer a Dios el desamparo en que se encontraba.

      Finalmente, fue ella procesada por el “Comité de Salud Pública”, por traicionar a la Patria, por ser una nueva Catalina de Médicis, por ser madre esposa y madre (…).

      En el proceso, culminó su padecimiento. Su hijo, embrutecido por el alcohol, se volvió un verdadero animalillo, que tenía como único y constante sentimiento el miedo. Imagínese la escena: sobre un estrado, sentados los alguaciles que, en el proceso, se intitulaban de jueces. En una serie de bancos, media docena de individuos repugnantes, oliendo a alcohol, desempeñaban el papel de jurados. La Reina, delgada, en su larga ropa negra, de cabellos enteramente blancos, envejecida en su juventud abatida y triste, entra con toda la majestad de su decadencia aun altiva, aun bella, y siempre digna e invencible, en esta jaula donde su reputación y su corazón de madre van a ser despedazados por las fieras más desalmadas de la Historia francesa. El interrogatorio comienza brutal, felino, perverso. La Reina, o responde con dignidad, o se calla, desdeñando con su silencio la infamia de ciertas acusaciones.

      He aquí que es introducido en la sala el príncipe heredero de los tronos de Francia y Navarra. Calzado de toscos suecos, con un gorro frígio en la cabeza, un aire embrutecido y triste de quien, hace mucho, padece todos los horrores de la barbaridad de un verdugo como Simón, y con la fisonomía estúpida de los alcohólicos inveterados, con una voz llorosa, lanza contra la madre las mayores injurias. He aquí señores, el cúmulo del sufrimiento. La escena, horripilante en sí, dispensa comentarios. Os diré solamente que la Reina, en un grito magnifico de corazón de madre ulcerado por el más atroz de los dolores, lanza, en la elocuencia de su alucinación, en el horror de su padecimiento dantesco, un apelo a todas las madres presentes, preguntándoles si creen en las injurias del niño. Y, como si la naturaleza humana, en el fondo de aquellos corazones de mujeres malvadas, comprimido por mucho tiempo, finalmente explota en la sala, una lluvia de aplausos, y un delirio de entusiasmo de aquel pueblo que fuera al tribunal para asistir feroz al desenlace del proceso, es tomado súbitamente de un formidable entusiasmo por su víctima, y María Antonieta, en el banco de los reos, en el auge de la ignominia recibe una formidable y sincera ovación de sus verdugos. ¿Qué decir, señores, de este lance histórico?

      Vino, finalmente, la muerte. Dios, en su inmensa bondad, preparó en el Cielo el lugar digno de aquella que tanto había sufrido, amándolo más cuando le enviaba las penas, de que en la plenitud de sus placeres. En el día 16 de octubre de 1793, cesó su largo martirio, en la guillotina cuya lámina, al mismo tiempo criminosa y caritativa, cortó el hilo de su extraordinaria existencia.

      Así terminó la Soberana Mártir, cuya historia recuerda un minueto delicado y palaciego cuyas notas harmoniosas fuesen bruscamente sofocados por el rugido pavoroso de una horrenda farándula revolucionaria.




( Extracto del discurso pronunciado por el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira 
en la Academia de Letras de las Congregaciones Marianas de Sao Paulo
 en 1928, a sus veinte años de edad. )



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