"...quien piensa siempre en Mi Pasión
forma en su corazón una fuente,
y por cuanto más piensa tanto más
esta fuente sea grande, y como las aguas
que brotan son comunes a todos,
esta fuente de Mi Pasión que se forma
en el corazón sirve para el bien del alma,
para gloria Mía y para bien de las criaturas."
Revelación de Nuestro Señor a Luisa Piccarreta,
el 10 Abril de 1913
Preparación antes de la Meditación
Oh Señor mío Jesucristo, postrado ante Tu divina presencia suplico a Tu amorosísimo Corazón que quieras admitirme a la dolorosa meditación de las Veinticuatro Horas en las que por nuestro amor quisiste padecer, tanto en Tu Cuerpo adorable como en Tu Alma Santísima, hasta la muerte de Cruz.
Ah, dame Tu ayuda, Gracia, Amor, profunda compasión y entendimiento de Tus padecimientos mientras medito ahora la Hora...(primera, segunda, etc) y por las que no puedo meditar te ofrezco la voluntad que tengo de meditarlas, y quiero en mi intención meditarlas durante las horas en que estoy obligado dedicarme a mis deberes o a dormir.
Acepta, oh misericordioso Señor, mi amorosa intención y haz que sea de provecho para mí y para muchos, como si en efecto hiciera santamente todo lo que deseo practicar.
Gracias te doy, oh mi Jesús, por llamarme a la unión Contigo por medio de la oración. Y para agradecerte mejor, tomo Tus pensamientos, Tu lengua, Tu corazón y con éstos quiero orar, fundiéndome todo en Tu Voluntad y en Tu amor, y extendiendo mis brazos para abrazarte y apoyando mi cabeza en Tu Corazón empiezo...
DE LAS 4 A LAS 5 DE LA TARDE
VIGÉSIMA CUARTA Y ÚLTIMA HORA
La Sepultura de Jesús
¡Oh Jesús mío, Dolorosa Mamá mía, ya veo que te dispones al último
sacrificio: tener que dar sepultura a tu Hijo Jesús muerto.
Y resignadísima a los Quereres del Cielo, lo acompañas y
con tus mismas manos lo depones en el sepulcro... Y
mientras recompones esos miembros, tratas de decirle un
último adiós, de darle el último beso, y por el dolor te
sientes arrancar el corazón del pecho. El amor te deja clavada sobre esos miembros, y por la fuerza del dolor y del
amor tu vida está a punto de quedar apagada junto con tu
muerto Hijo...
Pobre Mamá, ¿cómo harás ya sin Jesús? El es tu vida,
tu todo... y sin embargo, es el Querer del Eterno el que así
lo quiere. Ahora tendrás que combatir con dos potencias
insuperables: el Amor y el Querer Divino... El amor te
tiene clavada, de modo que no puedes separarte, pero el
Querer Divino se impone y quiere este sacrificio... Pobre
Mamá, ¿cómo harás? ¡Cuánto te compadezco! ¡Ah, ángeles del Cielo, venid a ayudarla a separarse del cuerpo
muerto de Jesús... pues si no, Ella morirá!
Mas, oh prodigio, mientras parecía extinguida juntamente con Jesús, oigo su voz temblorosa e interrumpida
por sollozos, que dice:
“Hijo, Hijo amado, éste era el único consuelo que me
quedaba y que mitiga mis penas: tu Santísima Humanidad,
desahogarme sobre estas llagas y adorarlas y besarlas...
Pero ahora también se me quita esto, porque el Querer
Divino así lo quiere. Y Yo me resigno. Pero sabe, oh Hijo,
que lo quiero... y no puedo. Al solo pensamiento de hacerlo, las fuerzas se me desvanecen y la vida me abandona...
Ah permíteme, oh Hijo, que para poder recibir fuerza y
vida para esta amarga separación, me deje sepultada enteramente en ti, y que para mi vida tome tu vida, tus penas,
tus reparaciones y todo lo que Tú eres... Ah, sólo un intercambio de vida entre Tú y Yo puede darme la fuerza de
cumplir el sacrificio de separarme de ti.”
Afligida Mamá mía, así decidida, veo que de nuevo
recorres esos miembros, y poniendo tu cabeza sobre la de
Jesús, la besas y en ella encierras tus pensamientos,
tomando para ti sus espinas, sus afligidos y ofendidos
pensamientos y todo lo que ha sufrido en su sacratísima
cabeza... ¡Oh, cómo quisieras animar la inteligencia de
Jesús con la tuya para poder darle vida por vida!... Y ya
sientes que empiezas a revivir, con haber tomado en tu
mente los pensamientos y las espinas de Jesús...
Dolorosa Mamá, te veo que besas los ojos apagados
de Jesús. Y se me parte el corazón al ver que Jesús ya no
te mira más... ¡Cuántas veces esos ojos divinos, mirándote, te extasiaban en el Paraíso y te hacían resucitar de la
muerte a la vida! Pero ahora, al ver que ya no te miran, te
sientes morir... Por eso veo que dejas tus ojos en los de
Jesús y que tomas para ti los suyos, sus lágrimas y la
amargura de esa mirada que ha sufrido tanto al ver las
ofensas de las criaturas y tantos insultos y desprecios.
Veo que besas también, oh traspasada Mamá, sus santísimos oídos, y lo llamas y le dices: “Hijo mío, ¿pero es
posible que ya no me escuches más? Tú, que me escuchabas y que atendías hasta el más pequeño gesto mío...
Y
ahora que lloro y que te llamo ¿no me escuchas? ¡Ah, el
amor verdadero es el más cruel tirano! Tú eras para Mí más
que mi propia vida, ¿y ahora tendré que sobrevivir a tan
gran dolor? Por eso, oh Hijo, dejo mis oídos en los tuyos y
tomo para Mí todo lo que han sufrido tus santísimos oídos,
el eco de todas las ofensas que en ellos resonaban... Sólo
esto me puede dar la Vida: tus penas y tus dolores...”.
Y mientras esto dices, es tan intenso el dolor y las
angustias en tu Corazón, que pierdes la voz y te quedas
sin movimiento... ¡Pobre Mamá mía, pobre Mamá mía,
cuánto te compadezco! ¡Cuántas muertes crueles estás
sufriendo!
Pero, Mamá dolorosa, el Querer divino se impone y te
da el movimiento, y Tú miras el rostro santísimo de Jesús,
lo besas y exclamas: “¡Hijo adorado, cómo estás desfigurado; si el amor no me dijera que eres mi Hijo, mi Vida, mi todo, no sabría reconocerte... tanto has quedado irreconocible!
Tu natural belleza se ha convertido en deformidad, tus rosadas mejillas se han hecho violáceas; la luz, la
gracia que irradiaba tu hermoso rostro -que mirarte y quedar arrobado era una misma cosa- se ha transformado en
la palidez de la muerte, oh Hijo amado... ¡Hijo, a qué has
quedado reducido! ¡Qué horrible trabajo ha realizado el
pecado en tus santísimos miembros! ¡Oh, cómo quisiera tu
inseparable Mamá devolverte tu primitiva belleza! Quiero
fundir mi cara en la tuya y tomar para Mí tu rostro, las
bofetadas, los salivazos, los desprecios y todo lo que has
sufrido en tu rostro adorable... ¡Ah Hijo, si me quieres aún
viva, dame tus penas, de lo contrario me muero!”.
Y tan grande es el dolor que te sofoca, que te corta las
palabras y quedas como extinguida sobre el rostro de
Jesús... ¡Pobre Mamá, cuánto te compadezco! Ángeles
míos, venid a sostener a mi Mamá, su dolor es inmenso,
la inunda, la ahoga, y ya no le quedan más vida ni fuerzas... Pero el Querer Divino, rompiendo estas olas de
dolor que la ahogan, le restituye la vida.
Y llegas ya a su boca, y al besarla te sientes amargar
tus labios por la amargura de la hiel que ha amargado
tanto la boca de Jesús, y sollozando continúas:
“Hijo mío, dile una última palabra a tu Mamá... ¿Pero
es posible que no haya de volver a escuchar nunca más tu
voz? Todas las palabras que en vida me dijiste, como
otras tantas flechas me hieren el Corazón de dolor y de
amor; y ahora, al verte mudo, estas flechas se remueven
en mi lacerado Corazón y me dan innumerables muertes, y a viva fuerza parece que quieran arrancarte una última
palabra... y no obteniéndola, me desgarran y me dicen:
“Así es, ya no más lo escucharás; no volverás a oír más
sus dulces acentos, la armonía de su palabra creadora, que
en ti creaba tantos paraísos por cuantas palabras decía... ”
¡Ah, mi paraíso se terminó y no tendré sino amarguras!
¡Ah Hijo, quiero darte mi lengua para reanimar la tuya!
Ah, dame lo que has sufrido en tu santísima boca, la
amargura de la hiel, tu sed ardiente, tus reparaciones y tus
plegarias; y así, oyendo por medio de éstas tu voz, mi
dolor podrá ser más soportable... y tu Mamá podrá seguir
viviendo en medio de tus penas...”.
Mamá destrozada, veo que te apresuras porque los que
están contigo quieren ya cerrar el sepulcro, y casi como
volando pasas sobre las manos de Jesús... las tomas entre
las tuyas, las besas, te las estrechas al Corazón y dejando
tus manos en las suyas, tomas para ti los dolores y las
heridas que han deshecho esas manos Santísimas... Y llegando a los pies de Jesús y mirando la cruel destrucción
que los clavos han hecho en sus pies, pones en ellos los
tuyos y tomas para ti esas llagas, entregándote en lugar de
Jesús a correr en busca de todos los pecadores para arrancarlos al infierno...
Angustiada Mamá, ya veo que le dices el último Adiós
al Corazón traspasado de Jesús...
Aquí te detienes; es el
último asalto que recibe tu Corazón materno, y te lo sientes arrancar del pecho por la vehemencia del amor y del
dolor, y por sí mismo se te escapa para ir a encerrarse en
el Corazón Santísimo de Jesús; y Tú, viéndote sin Corazón, te apresuras a tomar para ti el Corazón Sacratísimo de Jesús, su amor rechazado por tantas criaturas, tantos deseos suyos ardentísimos, no realizados por la
ingratitud de ellas, y los dolores, las heridas que traspasan
ese Corazón sagrado y que te tendrán crucificada durante
toda tu vida... Y mirando esa ancha herida, la besas y
tomas en tus labios su sangre, y sintiéndote la vida de
Jesús, sientes las fuerzas para soportar la amarga separación... Y así, lo abrazas y te retiras... y estás a punto de
permitir que sea cerrado el sepulcro con la piedra...
Pero yo, dolorosa Mamá mía, llorando te suplico que
no permitas aún que Jesús nos sea quitado de nuestra
mirada; espera que primero me encierre en Jesús para
tomar su Vida en mí... Si no puedes vivir sin Jesús Tú,
que eres la Sin Mancha, la Santa, la Llena de Gracia,
mucho menos podré yo, que soy la debilidad, la miseria,
la llena de pecados... ¿Cómo voy a poder vivir sin Jesús?
Ah Mamá dolorosa, no me dejes sola, llévame contigo;
pero antes deposítame toda en Jesús, vacíame de todo
para poner a Jesús por entero en mí, así como lo has puesto en ti... Comienza a cumplir conmigo el oficio de Madre
que te dio Jesús estando en la Cruz, y abriendo mi pobreza extrema una brecha en tu Corazón materno, enciérrame toda por completo en Jesús con tus mismas manos
maternas. Encierra los pensamientos de Jesús en mi
mente, a fin de que no entre en mí ningún otro pensamiento.
Encierra los ojos de Jesús en los míos para que
nunca pueda escapar yo a su mirada. Pon sus oídos en los
míos para que siempre lo escuche y cumpla en todo su
Santísimo Querer... Su rostro ponlo en el mío a fin de que contemplando ese Rostro tan desfigurado por amor a mí,
lo ame, lo compadezca y repare. Pon su lengua en la mía,
para que hable, rece y enseñe con la lengua de Jesús. Pon
sus manos en las mías para que cada movimiento que yo
haga y cada obra que realice, tomen vida en las obras y
movimientos de Jesús. Sus pies ponlos en los míos, a fin
de que cada paso que yo dé sea vida, salvación, fuerza y
celo para todas las criaturas...
Y ahora, afligida Mamá mía, permíteme que bese su
Corazón y que beba su Preciosísima Sangre, y encerrando Tú su Corazón en el mío, haz que pueda vivir yo de su
amor, de sus deseos y de sus penas...
Y ahora toma la
mano derecha de Jesús, rígida ya, para que me des con
ella su última bendición...
Veo que ahora ya permites que la piedra cierre el sepulcro, y Tú, destrozada, la besas y llorando dices tu último
Adiós a Jesús... y después te alejas del sepulcro. Pero tu
dolor es tanto que quedas petrificada y helada...
Traspasada Mamá, contigo le digo Adiós a Jesús y, llorando, quiero compadecerte y hacerte compañía en tu amarga desolación. Quiero ponerme a tu lado para decirte en
cada suspiro tuyo, en cada dolor, una palabra de consuelo,
para darte una mirada de compasión... Recogeré tus lágrimas, y si te veo desvanecerte, te sostendré en mis brazos.
Ahora veo que te ves obligada a volver a Jerusalén por
ese mismo camino, por donde viniste...
Unos cuantos pasos
y te encuentras de nuevo ante la Cruz, sobre la que Jesús
ha sufrido tanto y ha muerto, y corres a ella, la abrazas, y
viéndola tintada en sangre, en tu Corazón se renuevan uno por uno todos los dolores que Jesús ha sufrido sobre ella...
Y no pudiendo contener tu dolor, entre sollozos exclamas:
“¡Oh Cruz! ¿Tan cruel habías de ser con mi Hijo? ¡Ah,
en nada lo has perdonado! ¿Qué mal te había hecho? No
has permitido siquiera a Mí, su dolorosa Mamá, que le
diera un sorbo de agua al menos, cuando la pedía, y a su
boca abrasada le has dado hiel y vinagre; sentía Yo licuárseme el Corazón traspasado y hubiera querido dar a aquellos labios mi Corazón licuefacto para calmar su sed, pero
tuve el dolor de verme rechazada... Oh Cruz, cruel, sí,
pero santa, porque has sido divinizada y santificada al
contacto de mi Hijo. Esa crueldad que usaste con El, cámbiala en compasión hacia los miserables mortales, y por
las penas que El ha sufrido sobre ti, obtén gracia y fortaleza para las almas que sufren, para que ninguna se pierda por causa de cruces y tribulaciones. Mucho me cuestan
las almas; me cuestan la vida de un Hijo Dios; y Yo, como
Madre y Corredentora, las confío todas a ti, oh Cruz.”
Y besándola y volviéndola a besar te alejas... ¡Pobre
Mamá, cuánto te compadezco! A cada paso y encuentro
surgen nuevos dolores, que haciendo más grande su
inmensidad y su amargura, te inundan como oleadas, te
ahogan, y a cada momento te sientes morir.
Pocos pasos más... y llegas al sitio donde esta mañana
lo encontraste bajo el enorme peso de la Cruz, agotado,
chorreando sangre, con un manojo de espinas en la cabeza, las cuales, a los golpes de la Cruz penetraban más y
más y en cada golpe le procuraban dolores de muerte...
La
mirada de Jesús, cruzándose con la tuya, buscaba piedad, pero los soldados, para privar de ese consuelo a Jesús y a
ti, lo empujaron y lo hicieron caer, haciéndole derramar
nueva sangre; y ahora, viendo la tierra empapada, te postras por tierra, y mientras besas esa Sangre te oigo decir:
“Ángeles míos, venid a hacer guardia a esta Sangre,
para que ninguna gota sea pisoteada y profanada.”
Mamá dolorosa, déjame qué te dé la mano para levantarte y sostenerte, porque te veo que agonizas en la
Sangre de Jesús...
Pero al proseguir tu camino, nuevos dolores encuentras. Por doquier ves huellas de su Sangre y recuerdas el
dolor de Jesús... Por eso apresuras tus pasos y te encierras
en el Cenáculo.
Yo también me encierro en el Cenáculo,
pero mi Cenáculo sea el Corazón Santísimo de Jesús; y
desde su Corazón quiero venir a tus rodillas maternas
para hacerte compañía en esta Hora de amarga desolación... No resiste mi corazón dejarte sola en tanto dolor.
Desolada Mamá, mira a esta pequeña hija tuya; soy
demasiado pequeña, y sola no puedo ni quiero vivir.
Tómame sobre tus rodillas y estréchame entre tus brazos
maternos, haz conmigo de Mamá. Tengo necesidad de
guía, de ayuda, de sostén... Mira mi miseria y derrama
sobre mis llagas una lágrima tuya, y cuando me veas distraída, estréchame a tu Corazón materno, y en mí vuelve
a llamar la Vida de Jesús...
Pero mientras esto te suplico, me veo obligada a detenerme para poner atención a tus acerbos dolores, y siento
que el corazón se me rompe al ver que al mover tu cabeza sientes que te penetran más las espinas que has tomado de Jesús, con las punzadas de todos nuestros pecados
de pensamiento, que penetrándote hasta en los ojos, te
hacen derramar lágrimas de sangre... Y mientras lloras,
teniendo en los ojos la vista de Jesús, desfilan ante tu
vista todas las ofensas de las criaturas... ¡Cómo sientes su
amargura!
¡Cómo comprendes lo que Jesús ha sufrido,
teniendo en ti sus mismas penas! Pero un dolor no espera
al otro, y poniendo atención en tus oídos te sientes aturdir por el eco de las voces de las criaturas, y según cada
especie de voces ofensivas de las criaturas te los hieren, y
Tú repites una vez más: “¡Hijo, cuánto has sufrido!”.
Desolada Mamá, ¡cuánto te compadezco! Permíteme
que te limpie tu rostro todo bañado en lágrimas y en sangre..., pero me siento retroceder al verlo ahora violáceo,
irreconocible y pálido, con una palidez mortal... ¡Ah,
comprendo, son los malos tratos que le han dado a Jesús,
que has tomado sobre ti y que te hacen tanto sufrir, tanto,
que al mover tus labios en tu oración o para dejar escapar
suspiros de fuego de tu pecho, siento tu aliento amarguísimo y tus labios abrasados por la sed de Jesús...
¡Pobre Mamá mía, cuánto te compadezco! Tus dolores
parece que van creciendo cada vez más, y parecen darse
la mano entre ellos... Y tomando tus manos en las mías,
las veo traspasadas por clavos... En ellas precisamente
sientes el dolor al ver los homicidios, las traiciones, los
sacrilegios y todas las obras malas, que repiten los golpes,
agrandando las llagas y exacerbándolas cada vez más.
¡Cuánto te compadezco! Tú eres la verdadera Madre
Crucificada, hasta el punto que ni siquiera tus pies quedan sin clavos; más aún, no sólo te los sientes clavar, sino
también como arrancar por tantos pasos inicuos y por las
almas que se van al infierno, y Tú corres tras ellas para
que no se precipiten en las eternas llamas infernales...
Pero no es todavía todo, Crucificada Mamá. Todas tus
penas, reuniéndose juntas, resuenan haciendo eco en tu
Corazón, y te lo traspasan, no con siete espadas, sino con
miles de espadas; y mucho más porque teniendo en ti el
Corazón Divino de Jesús, que contiene a todos los corazones y envuelve en su latido los latidos de todos, ese latido divino va diciendo en sus latidos: “Almas, Amor”, y
Tú, en ese latido que dice “Almas” te sientes correr en tus
latidos todos los pecados, y te sientes dar la muerte por
cada uno de ellos; y en ese otro latido que dice “Amor”,
te sientes dar la vida; de manera que estás en un acto continuo de muerte y vida.
Crucificada Mamá, mirándote, compadezco tus dolores... éstos son inenarrables.
Quisiera transformar mi ser
en lengua, en voz, para compadecerte, pero ante tantos
dolores mis compadecimientos son nada. Por eso llamo a
los ángeles, a la Trinidad Sacrosanta, y les ruego que pongan en torno a ti sus armonías, sus contentos, sus bellezas, para que endulcen y compadezcan tus intensos dolores; que te sostengan entre tus brazos y que te devuelvan
todas tus penas convertidas en amor.
Y ahora, desolada Mamá, gracias en nombre de todos
por todo lo que has sufrido, y te ruego, por ésta tan amarga desolación tuya, que me vengas a asistir en la hora de
mi muerte, cuando mi pobre alma se encontrará sola,
abandonada de todos, en medio de mil angustias y temores; ven Tú entonces a devolverme la compañía que tantas veces te he hecho en mi vida; ven a asistirme, ponte a
mi lado y ahuyenta al enemigo; lava mi alma con tus
lágrimas, cúbreme con la Sangre de Jesús, revísteme con
sus méritos, embelléceme con tus dolores y con todas las
penas y las obras de Jesús; y en virtud de sus penas y de
sus dolores, haz desaparecer de mí todos mis pecados,
dándome el total perdón.
Y al expirar mi alma, recíbeme
entre tus brazos y ponme bajo tu manto, ocúltame a la
mirada del Enemigo, llévame en un vuelo al Cielo y
ponme en los brazos de Jesús... ¡Quedemos en este acuerdo, querida Mamá mía!
Y ahora te ruego que les hagas la compañía que te he
hecho hoy a todos los moribundos presentes y futuros, a
todos hazles de Madre; son los momentos extremos y se
necesitan grandes auxilios, por eso, a ninguno niegues tu
oficio materno...
Y por último unas palabras: Mientras te dejo, te ruego
que me encierres en el Corazón Sacratísimo de Jesús, y
Tú, doliente Mamá mía, hazme de centinela para que
Jesús no me tenga que echar fuera de su Corazón, y para
que yo, ni aun queriendo, pueda salir jamás...
Y ahora, te beso Tu mano materna y Tú dame tu bendición...
Ofrecimiento después de Cada Hora
Amable Jesús mío, Tú me has llamado en esta Hora de Tu Pasión a hacerte compañía y yo he venido. Me parecía sentirte angustiado y doliente que orabas, que reparabas y sufrías y que con las palabras más elocuentes y conmovedoras suplicabas la salvación de las almas. He tratado de seguirte en todo, y ahora, teniendo que dejarte por mis habituales obligaciones, siento el deber de decirte: “Gracias” y “Te Bendigo”. Sí, oh Jesús!, gracias te repito mil y mil veces y Te bendigo por todo lo que has hecho y padecido por mí y por todos...
Gracias y Te bendigo por cada gota de Sangre que has derramado, por cada respiro, por cada latido, por cada paso, palabra y mirada, por cada amargura y ofensa que has soportado. En todo, oh Jesús mío, quiero besarte con un “Gracias” y un “Te bendigo”.
Ah Jesús, haz que todo mi ser Te envíe un flujo continuo de gratitud y de bendiciones, de manera que atraiga sobre mí y sobre todos el flujo continuo de Tus bendiciones y de Tus gracias...
Ah Jesús, estréchame a Tu Corazón y con tus manos santísimas séllame todas las partículas de mi ser con un “Te Bendigo” Tuyo, para hacer que no pueda salir de mí otra cosa sino un himno de amor continuo hacia Ti.
Dulce Amor mío, debiendo atender a mis ocupaciones, me quedo en Tu Corazón. Temo salir de Él, pero Tú me mantendrás en Él, ¿no es cierto? Nuestros latidos se tocarán sin cesar, de manera que me darás vida, amor y estrecha e inseparable unión Contigo.
Ah, te ruego, dulce Jesús mío, si ves que alguna vez estoy por dejarte, que Tus latidos se sientan más fuertemente en los míos, que tus manos me estrechen más fuertemente a Tu Corazón, que Tus ojos me miren y me lancen saetas de fuego, para que sintiéndote, me deje atraer a la mayor unión Contigo. Oh Jesús mío!, mantente en guardia para que no me aleje de Ti. Ah bésame, abrázame, bendíceme y haz junto conmigo lo que debo ahora hacer...
LAS HORAS DE LA PASIÓN cuenta con aprobación eclesiástica:
Imprimatur dado en el año 1915 por Mons. Giuseppe María Leo,
Arzobispo de Trani-Barletta-Bisciglie, y con Nihil Obstat
del Canónigo Aníbal María de Francia