lunes, 20 de mayo de 2019

SAN BERNARDINO DE SIENA, Apóstol del Santo Nombre de Jesús


          Nació cerca de Siena, en Italia en el año 1380. Su padre era gobernador. El niño quedó huérfano de padre y madre a los siete años. Dos tías se encargaron de su educación y lograron formarlo lo mejor posible en ciencias religiosas y darle una educación muy completa. Sus estudios de bachillerato los hizo con tal dedicación que obtuvo las mejores notas.

          De joven se afilió a una asociación piadosa llamada "Devotos de Nuestra Señora" que se dedicaba a hacer obras de caridad con los más necesitados. Y sucedió que en el año 1400 estalló en Siena la epidemia de tifo negro. Cada día morían centenares de personas y ya nadie se atrevía a atender los enfermos ni a sepultar a los muertos, por temor a contagiarse. Entonces Bernardino y sus compañeros de la asociación se dedicaron a atender a los apestados. Trabajaban de día y de noche. Bernardino preparaba muy bien a los que ya se iban a morir, para que murieran en paz con Dios y bien arrepentidos de sus pecados. Y como por milagro, este grupo de jóvenes se libró del contagio de la peste del tifo. Pero cuando pasó la enfermedad, Bernardino estaba tan débil y sin alientos, que estuvo por varios meses postrado en cama, con alta fiebre. Esto le disminuyó mucho las fuerzas de su cuerpo, pero le sirvió enormemente para aumentar la santidad de su alma.




          Cuando ya recobró otra vez su salud, de vez en cuando se alejaba de casa y a quienes le preguntaba a dónde se dirigía les respondía: "Voy a visitar a una personita de la cual estoy enamorado". La gente creía que era que se iba a casar, pero un día sus tías le siguieron los pasos y se dieron cuenta de que se iba a una ermita donde había una estatua de la Virgen Santísima y allí le rezaba con gran fervor.

          En el año 1402 entró de religioso franciscano. Lo recibieron en un convento cercano a su familia, pero como allí iban muchos amigos a visitarlo pidió que lo enviaran a otro más alejado y donde la disciplina era muy rígida, y así en el silencio, la oración y la mortificación se fue santificando.

          Nuestro Santo había nació el día de la Natividad de la Santísima Virgen, el 8 de Septiembre, y en esa misma fecha recibió el Santo Bautismo. Sería también un 8 de Septiembre cuando recibiría el hábito de los hijos de San Francisco y en ese gran día de la Natividad de Nuestra Señora recibió la ordenación sacerdotal en 1404. Fue pues siempre para él muy grata y muy significativa esta santa fecha.

          Los primeros 12 años de sacerdocio los pasó San Bernardino casi sin ser conocido de nadie. Vivía retirado, dedicado al estudio y la oración. Dios lo estaba preparando para su futura misión.

          Ni la voz ni las cualidades oratorias le ayudaban a San Bernardino para tener éxito en la predicación. Entonces se dedicó a pedir a Nuestro Señor y a la Santísima Virgen que lo capacitaran para dedicarse a evangelizar con éxito y de pronto Dios le envió a predicar. Y esto sucedió de un modo bien singular. Durante tres días seguidos, estando rezando todos los religiosos por la mañana, de pronto un joven novicio, sin poder contenerse, interrumpió la oración y le dijo: "Hermano Bernardino: no ocultes más las cualidades que Dios te ha dado. Vete a Milán a predicar". Iguales palabras le fueron dichas cada uno de los tres días. Todos consideraron que esto era una manifestación de la Voluntad de Dios y le aconsejaron que se fuera a la gran ciudad a predicar la Cuaresma. Y los éxitos fueron impresionantes. Las multitudes empezaron a asistir en inmensas cantidades a sus sermones. Al principio le costaba mucho hacerse oír a lo lejos pero le pidió con toda fe a la Virgen Santísima y Ella le concedió una voz potente y muy sonora (en vez de la voz débil y desagradable que antes tenía).

           Desde 1418 hasta su muerte, San Bernardino recorre pueblos, ciudades y campos durante veintiséis años, predicando de una manera que antes la gente no había escuchado.

           Se levantaba a las 4 de la mañana y durante horas y horas preparaba sus sermones. Y el efecto de cada predicación era un entusiasmarse todos por Jesucristo y una gran conversión de pecadores. Muchísimos terminaban llorando de arrepentimiento al escuchar sus palabras. Cuando su voz potentísima gritaba en medio de la silenciosa multitud: "Temblad tierra entera, al ver que la criatura se ha atrevido a ofender a su Creador", a la gente le parecía que el piso se movía debajo de sus pies y empezaban a llorar con gran arrepentimiento. Casi siempre tenía que predicar en las plazas y campos porque en los templos no cabía la gente que deseaba escucharle.




          Recorrió toda Italia a pie, predicando. Cada día predicaba bastantes horas y varios sermones. A todos y siempre les recomendaba que se arrepintieran de sus pecados y que hicieran penitencia por su vida mala pasada. Atacaba sin compasión los vicios y las malas costumbres e invitaba con gran vehemencia a tener un intenso amor a Jesucristo y la Virgen María.

          Por todas partes llevaba y repartía un estandarte con estas tres letras que formaban el Santo Nombre de Jesús: JHS (Jesús, Hombre, Salvador) e invitaba a sus oyentes a sentir un gran cariño por el nombre de Jesús. Donde quiera que San Bernardino predicaba, quedaban muchos estandartes en palacios y casas con sus tres letras: JHS.

          En Polonia predicó contra los juegos de azar y las gentes quemaron todos los juegos de azar que tenían. Un fabricante de naipes se quejó con el santo diciéndole que lo había dejado en la ruina, y él aconsejó: "Ahora dedíquese a imprimir estampas de Jesús". Así lo hizo y consiguió más dinero que el que había logrado conseguir imprimiendo cartas de naipe.

          Los envidiosos lo acusaron ante el Papa diciendo que San Bernardino recomendaba supersticiones. El Papa le prohibió predicar, pero luego lo invitó a Roma y lo examinó delante de los Cardenales y quedó tan conmovido el Sumo Pontífice al oírle sus predicaciones, que le dio orden para que pudiera predicar por todas partes.

          El Papa quiso nombrarlo Arzobispo, pero el Santo no se atrevió a aceptar. Entonces lo nombraron Superior de los franciscanos, porque era el que más vocaciones había conseguido para esa Comunidad: cuando San Bernardino entró en la comunidad de franciscanos observantes, solamente había en Italia trescientos de estos religiosos. Cuando él murió ya había más de cuatro mil.

          Los grandes sacrificios que tenía que hacer para predicar tantas veces y en tan distintos sitios sumado a los muchos ayunos y penitencias que hacía, lo fueron debilitando notoriamente. En su rostro se notaba que era un verdadero penitente, pero esta misma apariencia de austero y mortificado, le atraía más la admiración de las gentes. El único lujo que aceptó en sus últimos años, fue el de un borriquillo, para no tener que hacer a pie todos sus largos viajes.

           Su deseo de progresar en el arte de la elocuencia y del buen predicar era tal, que donde quiera que sabía que había un buen predicador, se iba a escucharlo y aún ya lleno de años, se sentaba como simple discípulo para escuchar las clases de los maestros afamados que enseñaban cómo hablar bien en público.

          En su ciudad natal, Siena, había muchas divisiones y peleas. Se fue allá y predicó 45 sermones que devolvieron la paz a toda esa región. Uno de los oyentes logró copiar esos sermones y se conservan como una verdadera joya de la elocuencia sagrada, donde se combinan la teología con los consejos prácticos y la agradabilidad con la profundidad. 

          Mientras viajaba por los pueblos predicando, con muy poca salud pero con un inmenso entusiasmo, se sintió muy débil y al llegar al convento de los franciscanos en Aquila, murió santamente el 20 de Mayo de 1444, cuando contaba 64 años. Su cuerpo, expuesto durante tres días, obró varios milagros documentados para el proceso de Canonización.

          Ante la petición de todo el pueblo el Papa Nicolás V , lo canonizó en 1450, tan sólo a seis años de haber muerto. San Bernardino de Siena es, indudablemente, uno de los más grandes santos del siglo XV, uno de los mejores modelos de la predicación popular cristiana, uno de los más preciosos ejemplos de aquel puro y encendido amor de Cristo, tan característico de su padre San Francisco de Asís y del espíritu franciscano de todos los tiempos.


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