La mirada lo dice todo. Firme, sereno, lúcido, parece auscultar con impresionante nitidez, con dolor, pero con valentía, un horizonte muy profundo, cargado de pesadas nubes. Se tiene la impresión de que en su alma ocurre lo mismo que en la de un capitán, atónito con el tamaño de la tormenta que se avecina, pero dispuesto a proseguir intrépidamente en la ruta trazada. Esta resolución del Papa Santo se nota por lo demás en todo su ser: aún aquí, su cuerpo erguido y fuerte da una viva impresión de robustez, a pesar de la edad.
Cuán grande es el fardo de las preocupaciones, lo dice la cabeza, un poco inclinada, el cuerpo casi imperceptiblemente arqueado. El Papa parece alcanzar el ápice de su calvario. Tiene el alma angustiada por los pecados del mundo, y ve a lo lejos los castigos que se acumulan en el horizonte. Es la guerra mundial que se aproxima, con su cortejo de desastres materiales y morales, y las ruinas políticas, sociales, económicas y principalmente religiosas de la post-guerra. Pero todo su estado de espíritu es de quien conserva una gran paz interior: “Ecce in pace amaritudo mea amarissima…– He aquí en esta paz mi amargura amarguísima” (Profeta Isaías, cap. 38, vers. 17)
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