jueves, 6 de junio de 2024

OS LLAMA A GRANDES VOCES DESDE EL SAGRARIO

 

               ¿Hemos penetrado alguna vez por nuestra meditación en el significado profundo de la hermosísima Fiesta de Epifanía?…

               ¡Oh, qué cuadro embelesador aquél; en una cuna pajiza tirita de frío el Rey de los Cielos…, sostenido en los brazos de María, el más rico de Sus tronos, sonríe dulcísimo y bendice amabilísimo, Aquél, cuyos dominios comprenden el Universo!

               Se acercan ya los Reyes Magos… Han hecho una larga travesía, han salvado enormes distancias, pues vienen a cumplir con un deber imperioso: quieren reconocer de rodillas al gran Libertador, al Rey de reyes, al Conquistador, tanto tiempo esperado, de las almas, de las sociedades y de los pueblos, en la persona del Divino Infante…

               Antes que los Magos del Oriente, ya el Cielo mismo había aclamado con cantares de victoria la realeza de victoria de ese Niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre… Y después de los ángeles, los dichosos pastores habían acudido a su vez para presentarle el homenaje por excelencia, el de su amor, besando con ternura sus pies divinos y estrechándolo sobre sus pechos con sencillo abandono….

               No falta, pues, sino un trono, más regio por cierto que esa cuna miserable…, y también una púrpura, más espléndida aún que el manto de la Virgen-Madre…



               Vedlo ya en su verdadero trono, por Él mismo elegido: ¡la Cruz!

               Contempladlo, realzada ahí Su hermosura celestial, levantado así por encima de todas las potestades de Cielos y de tierra… ¡Qué hermoso, qué dominador, qué dulce este Rey, cubierto con la púrpura escarlata de Su Sangre Preciosísima!…

                No falta ahora sino la reproducción indispensable de una Nueva Epifanía; aquella en que las almas y las naciones, herencia que Su Padre le ha confiado, vengan a postrarse ante Su Altar, y reconociendo Su Realeza Divina, se sometan a Su Imperio de Luz, de Paz, de Misericordia y de Amor…

               Pero ¡qué!… Su Reinado ha comenzado ya hace veinte siglos y Su Victoria se ha extendido desde entonces como un piélago de luz esplendorosa y profunda… que ha penetrado la humanidad regenerada, y la ha informado de un alma nueva, de una hermosura divina… Esa Victoria la va acentuando de día en día el Pentecostés permanente de la Iglesia, a medida que ésta arraiga en la tierra la Soberanía del Señor Crucificado…

               Pero he aquí que un acontecimiento sobrenatural viene dando, desde hace cosa de tres siglos, un impulso decisivo al carro victorioso del Rey de Amor… Un Pentecostés de fuego se ha levantado… parte de Paray-le-Monial y parece envolver ya y abrasar el mundo, transformando las almas y las sociedades… reanimando a los apóstoles…, confirmando las esperanzas y enardeciendo los anhelos de la Iglesia…

               ¡Oh, qué hermoso grito de Victoria y de Amor aquél que llena ya los ámbitos de la tierra, del uno al otro polo, grito de júbilo y plegaria de esperanza que dice: “Corazón Divino de Jesús, venga a nos Tu Reino!”.

               Ya viene, ¡oh, sí!, se acerca triunfante el Rey de Amor… Mirad cómo ostenta sobre el pecho, enardecido por la Caridad, Su Corazón Divino como un Sol que siembra incendios en su carrera… Ved cómo avanza bendiciendo con dulzura… Ved cómo atrae, cómo llama con un gesto de ternura imperiosa, irresistible…

               Y si dudáramos todavía que la hora de un Triunfo Divino parece acercarse, oíd trémulos de santa emoción, una palabra de Jesús, armonía que hace saltar de júbilo a Sus Apóstoles y amigos, a la vez que provoca el espanto entre los secuaces del Infierno…

               Jesús ha hablado, el Señor lo ha dicho, el Rey Divino lo ha afirmado: “¡Yo quiero reinar por Mi Sagrado Corazón y reinaré!…”. Transportados de gozo, respondamos nosotros esta tarde, en nombre de nuestros hogares, en nombre de nuestra Patria, y haciendo eco a la voz de la Iglesia: “¡Hosanna al Hijo de María, al Rey de Amor!…”.

                Tú, Maestro adorable, que lees en el fondo de nuestras almas, sabes con qué lealtad y con cuánto ardor no sólo Te amamos, sino que queremos a nuestra vez verte amado, extendiendo Tu Reinado en las almas y en la sociedad… Te lo decimos, Jesús, con el corazón en los labios.

               Con este fin, Señor, Te hemos pedido esta cita; con este único objeto nos hemos congregado ante este Trono de Gracia y de Misericordia… Venimos, pues, a recabar las órdenes para el combate, resueltos como estamos a darlo todo, a sacrificarlo todo, con tal de entronizarte victorioso, preparando y precipitando la hora de Tu Reinado de Amor…

                ¡Ah! La victoria será ciertamente nuestra; pues Tú, el Omnipotente, eres nuestro Prisionero…, más cautivo aún, si cabe, de Tus amigos, que no lo fuiste en Getsemaní, de Tus verdugos… Pero esta vez, Jesús amado no querrás, por cierto, renovar el milagro con que hace siglos escapaste de las manos de veleidosos entusiastas e interesados que, en beneficio propio, Te querían proclamar su Rey… No así en esta Hora Santa, en la que Tus servidores leales y Tus Apóstoles abnegados Te aclaman Rey para Tu propia Gloria… ¡No romperás, pues, las cadenas de amor, Tú, el Cautivo del Amor!… Tu Gloria que es la única nuestra… y Tus intereses, nuestros solos intereses, Te lo exigen, Dios de Caridad… Manda, reina e impera aquí como Rey; díctanos Tu Voluntad, ya que son tantos los que de palabra y de obra niegan Tu soberanía y Tus derechos…

               Algo y mucho hemos aprendido, ciertamente, por Tu confidente y nuestra hermana Margarita María… Pero, ¿no querrás Tú mismo, Señor, mostrarnos… no fuera sino un destello de aquel Sol de Tu Corazón, que le revelaste a ella?… Tenemos hambre de conocerte mejor, de amarte y de hacerte amar… Danos, pues, si no todo el banquete de Paray-le-Monial, que no merecemos… ¡oh!… danos siquiera una migaja sabrosa, empapada en el cáliz de Tu Corazón…, y que nos revele Sus designios… Sus misericordias y ternuras… 

               Jesús… que porque eres Rey de Amor, eres espléndido como no lo fue jamás rey alguno de la tierra… Y ahora queremos oírte… Háblanos, Jesús…

(Mucho recogimiento y silencio)

               Voz de Jesús:

               “Quid dicunt de Me?” “¿Qué dicen de Mí?”…  (Evangelio de San Mateo, cap. 16, vers. 13) ¿Qué opinan los hombres de vuestro Maestro, hijos del alma?…

               ¿Pensáis que creen de veras en Mi Verdad y en Mi Justicia? ¿Pensáis que creen, sobre todo, en Mi Amor; que creen en él con fe inmensa?… Porque debéis saber, ante todo, amigos y apóstoles de Mi Sagrado Corazón, que el primer reinado que quiero establecer es un reinado íntimo en la conquista de vuestros corazones… Sí, ahí… donde sólo Yo puedo penetrar…, ahí quiero, ante todo, echar los fundamentos sólidos de Mi Soberanía Divina…

               Vuestro interior, ese debe ser Mi Reino por excelencia… Reino todo él de Luz, de claridad inefable, puesto que Yo Soy la Luz bajada a la tierra…, a fin de que todo aquél que cree en Mí no ande en tinieblas…

(Lento y marcado)

                Los hombres creen candorosa y firmemente en la sabiduría de los sabios y en la sinceridad de infelices intrigantes…

               Creen en la amistad deleznable de las criaturas y en la lealtad del corazón humano…

              Creen en las promesas y en las adulaciones engañosas e interesadas de los grandes…

               Sí, creen fácilmente en la nobleza moral, en la rectitud y en la bondad de los hombres; siendo así que día a día sufren sorpresas y decepciones matadoras… Cosa extraña, sangra todavía la herida abierta por la deslealtad humana, y en esa misma llaga, todavía fresca, reflorece, como por encanto, la fe, la confianza en otra criatura… ¡Así no creéis en Mí, vuestro Jesús!

               ¡Ah, qué proceder tan distinto observa el hombre Conmigo, su Señor!… Yo, que Me dejé herir para evitaros tantas heridas mortales… Yo, que Soy el único Amigo fiel y fidelísimo… Yo, que Soy la Verdad que no miente y la Sabiduría que no engaña… Yo, el Amor Infinito de un Dios que jamás olvida… sí, Yo, que consentí en ser clavado a un patíbulo para aguardar en los umbrales de un Paraíso al verdugo arrepentido…, ¡sólo Yo no encuentro aquella gran fe que debiera reconocerme como al Señor de las inteligencias y como al único Legislador de las conciencias!

               Y, sin embargo, sólo Yo Soy y Seré, a través de los siglos, la Luz indefectible, la única Luz de los mortales…

               ¡Ah!… Si supierais cuánto anhelo obtener esta Victoria de Luz Divina, de inmensa luz en vuestras almas, pobres de fe… ¡Oh, dadme esa Victoria; ella no depende sino de vosotros! ¿Por qué motivos clarean tanto a veces las filas de aquellos que vienen con hambre de amor en busca Mía al comulgatorio?… ¡Ah!… Yo los quisiera mil veces más numerosos; pero la falta de fe viva los aleja de Mi Sacrosanta Eucaristía…

               ¡Oh dolor!… La ignominia y también un respeto mal entendido, detienen a tantos por falta de fe en el camino que los llevará a Mi Corazón…

               ¡Pobrecillos!… Sufren de sed y no vienen al manantial de aguas vivas, que Soy Yo… ¡Qué distinto sería, hijitos Míos, si creyerais con fe ardiente en Mi Amor!… ¡Ah! Entonces aquel temor infundado que agosta y esteriliza vuestro afecto y que lastima Mi Divino Corazón, no sería capaz de deteneros cuando oís que os llamo….

               ¡Aumentad la luz del alma; creced en fe, amigos Míos!… Si supierais quién es Aquel que os aguarda en este Altar… Quien Aquel que os llama a grandes voces desde el Sagrario… ¡Oh, qué de secretos íntimos os revelaría, con qué fuerza de Caridad abrasaría y transfiguraría vuestras almas pobrecitas, si os dejarais iluminar, arrastrar y penetrar por las claridades de una fe ardiente!… ¿Queréis embriagaros de Mi hermosura?… ¿Deseáis embelesaros en las magnificencias de Mi Amor y de Mi Misericordia?

               Dejadme, entonces, saturar de Luz Divina vuestras almas… Creed, ¡oh!, creed en Mí… Sí, creed en Mí, vosotros los hijos de Mi Sagrado Corazón; pero no con una fe cualquiera; creed con una fe ardorosa… Creed, sobre todo, en el Amor de Mi adorable Corazón…

               Y si de veras deseáis, como me lo decís, que Yo me establezca como Soberano en vuestras almas con una victoria de intimidad… pedidme, ante todo, que aumente el don de vuestra fe…


          (Si de esta Hora Santa no sacáramos más provecho práctico que el de renovar nuestra fe tan lánguida, habríamos dado un gran paso para Gloria del Sagrado Corazón… No olvidemos que uno de los mayores males de la época actual, no es tanto la incredulidad de los infelices negadores, cuanto la fe anémica, tímida, de los amigos del Señor… Pidamos esta gracia incomparable de una gran fe al Sagrado Corazón).


Extracto de "La Hora Santa" del mes de Junio, del Padre Mateo Crawley-Boevey 



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.