Antigua es la piedad de los Fieles Cristianos para con la Santísima Virgen María, que sienten en su alma, que en el primer instante de Su creación e infusión en el cuerpo, fue preservada inmune de la mancha del pecado original, por singular gracia y privilegio de Dios, en atención a los méritos de Su Hijo Jesucristo, Redentor del género humano, y que, en este sentido, veneran y celebran con solemne ceremonia la Fiesta de Su Concepción; y ya crecido su número, y después que Sixto IV, de feliz recordación, publicara sus Constituciones Apostólicas, renovadas y mandadas observar por el Concilio de Trento, en que recomienda este culto, éste aumentó.
Nuevamente fue incrementada y propagada esta devoción u culto a la Madre de Dios después de erigirse, con la aprobación de los Romanos Pontífices, monasterios de órdenes religiosas y confraternidades en honor de ese nombre y después de concederse indulgencias en el mismo sentido de tal suerte que, cuando la mayoría de las Universidades y las más célebres de entre ellas se plegaron a esa doctrina, casi todos los Católicos lo admitían.
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