jueves, 26 de junio de 2025

SAN PELAYO DE CÓRDOBA, Mártir de la Pureza



                    San Pelayo era sobrino del Obispo de Tuy, llamado Hermigio; ambos estuvieron con el rey Ordoño II de León en la Batalla de Valdejunquera, en 920, aliado con el Rey de Navarra Sancho Garcés. En la batalla, Abderramán les infligió una abrumadora derrota a las huestes cristianas, capturando numerosos prisioneros, los cuales fueron llevados a Córdoba. Entre ellos estaban Hermigio y su sobrino Pelayo,  de apenas 9 años de edad.

                    Después de un tiempo de estar en cautiverio, Hermigio, en su calidad de Obispo, negoció que lo liberaran para ir a reunir el monto del rescate que pedía el emir de Córdoba por su libertad; y como rehén quedó su pequeño sobrino. Pero el tío nunca regresó.

                    San Pelayo pasó en Córdoba los siguientes cuatro años; el niño se fue convirtiendo en un joven inteligente y despierto que no dejaba de hablar de Jesús ni de promover las bondades del Cristianismo. Esto fue lo que llamó la atención de las autoridades.

                    Un fatídico 26 de Junio de 925, cuando contaba apenas con trece o catorce años de edad, San Pelayo fue conducido sorpresivamente ante Abderramán III, a quien le llegaron rumores de su devoción. El monarca tuvo la idea de hacerlo renegar del Cristianismo, pero las convicciones de San Pelayo eran demasiado firmes. Se dice que Abderramán le solicitó favores sexuales... Abderramán le dijo sin titubeos:  -Niño, te elevaré a los honores de un alto cargo, si quieres negar a Cristo y afirmar que nuestro Profeta es auténtico. ¿No ves cuántos reinos tengo?. Además te daré una gran cantidad de oro y plata, los mejores vestidos y adornos que precises. Recibirás, si aceptas, el que tú eligieres entre estos jovencitos, a fin de que te sirva a tu gusto, según tus principios. Y encima te ofreceré pandillas para habitar con ellas, caballos para montar, placeres para disfrutar. Por otra parte, sacaré también de la cárcel a cuantos desees, e incluso otorgaré honores inconmensurables a tus padres si tú quieres que estén en este país.

                    Pelayo respondió decidido: –Lo que prometes, emir, nada vale, y no negaré a Cristo; soy cristiano, lo he sido y lo seré, pues todo eso tiene fin y pasa a su tiempo; en cambio, Cristo, al que adoro, no puede tener fin, ya que tampoco tiene principio alguno, dado que Él personalmente es el que con el Padre y el Espíritu Santo permanece como único Dios, quien nos hizo de la nada y con su poder omnipotente nos conserva.

                    Abderramán III no obstante, más enardecido, pretendió cierto acercamiento físico, tocándole el borde de la túnica, a lo que Pelayo reaccionó airado:–«Retírate, perro, dice Pelayo. ¿Es que piensas que soy como los tuyos, un afeminado?, y al punto desgarró las ropas que llevaba vestidas y se hizo fuerte en la palestra, prefiriendo morir honrosamente por Cristo a vivir de modo vergonzoso con el diablo y mancillarse con los vicios.

                    Pelayo, pasando por la prueba con voluntad inconmovible, se mantenía impertérrito, por cuanto ahora no rehusaba en absoluto padecer por Cristo. Al conocer el emir la firmeza de Pelagio, ordenó que lo despedazasen con la espada, miembro a miembro, y que fuese arrojado al río. Los verdugos, por su parte, en virtud de la orden recibida, después de sacar el puñal, se entregaron frenéticamente a tan crueles escarnios contra él, que se podría pensar que ejecutaban el sacrificio que, sin ellos saberlo, era necesario que se ofreciera en presencia de nuestro Señor Jesucristo. Uno le amputó de cuajo un brazo, otro le segó las piernas, otro incluso no dejó de herir su cuello. Entre tanto permanecía sin espantarse el mártir, del que gota a gota manaba abundante sangre e vez de sudor, seguramente sin invocar a nadie más que a nuestro Señor Jesucristo, por quien no rehusaba padecer, diciendo: ‘Señor, líbrame de la mano de mis enemigos’. En este momento emigró su espíritu a la presencia de Dios; su cuerpo, en cambio, fue arrojado al fondo del río Guadalquivir. Pero de ninguna manera faltaron fieles que lo buscasen y llevasen solemnemente hasta su sepulcro. En realidad, su cabeza la guarda el cementerio de San Cipriano; su cuerpo, empero, el verde campo santo de San Ginés».

                    «¡Oh martirio verdaderamente digno de Dios –concluye Raguel– que comenzó a la hora séptima, y llegó a su cumplimiento al atardecer del mismo día! El santísimo Pelayo, a la edad aproximada de trece años y medio, sufrió el martirio según se ha dicho, en la ciudad de Córdoba, en el reinado de Abd al-Rahmán, sin duda un Domingo, a la hora décima, el 26 de Junio en la era de 963 [925]».

                    Las gestiones para la obtención de sus reliquias son provocadas por la monja Elvira, hermana del rey Sancho el Craso. En los comienzos del reinado del niño Ramiro III, mientras Elvira controla el poder, llegan a León las sagradas reliquias en 967. Por temor a las campañas de Almanzor, su cuerpo fue trasladado a Oviedo y se depositó en la iglesia del monasterio femenino de San Juan Bautista en 996. El 15 de Enero de 1794 Fray Juan de Ron y Valcárcel, General de la Congregación de San Benito en España, autorizó desde el Monasterio de San Pelayo de Oviedo, el traslado a Córdoba de una reliquia de San Pelagio, recibida en la ciudad el 14 de Enero de 1798 y conservada en la Capilla del Seminario.



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