Acostumbran los amantes hablar con frecuencia de las personas que aman y alabarlas para cautivar para el objeto de su amor la estima y las alabanzas de los demás. Muy escaso debe ser el amor de quienes se vanaglorian de amar a María, pero después no piensan demasiado en hablar de Ella y hacerla amar de los demás.
No actúan así los verdaderos amantes de nuestra Señora. Ellos quieren alabarla sobre todo y verla muy amada por todos. Por eso, siempre que pueden, en público y en privado, tratan de encender en el corazón de todas aquellas benditas llamas de amor a su amada Reina, en las que se sienten inflamados.
Para que cada uno se persuada de cuánto importa para su bien y el de los pueblos promover la devoción a María, ayudará escuchar lo que dicen los Doctores. Dice san Buenaventura que quienes se afanan en propagar las glorias de María tienen asegurado el Paraíso. Y lo confirma Ricardo de San Lorenzo al decir que honrar a esta Reina de los Ángeles es conquistar la vida eterna. Porque nuestra Señora, la más agradecida, añade el mismo, se empeñará en honrar en la otra vida al que en esta vida no dejó de honrarla.
¿Quién no conoce la promesa de María en favor de los que se dedican a hacerla conocer y amar? La santa Iglesia le hace decir en la fiesta de la Inmaculada Concepción: “Los que me esclarecen, obtendrán la vida eterna” (Eclo 24, 31). “Regocíjate, alma mía –decía san Buenaventura, que tanto se esforzó en pregonar las alabanzas de María–; salta de gozo y alégrate con Ella, porque son muchos los bienes preparados para los que la ensalzan”. Y puesto que las sagradas Escrituras, añadía, alaban a María, procuremos siempre celebrar a esta Divina Madre con el corazón y con la lengua para que al fin nos lleve al reino de los bienaventurados.
Se lee en las revelaciones de Santa Brígida que, acostumbrando el obispo B. Emigdio a comenzar sus predicaciones con alabanzas a María, se le apareció la Virgen a la santa y le dijo: Hazle saber a ese prelado que comienza sus predicaciones alabándome, que yo quiero ser para él una madre, tendrá una santa muerte y yo presentaré su alma al Señor. Y, en efecto, aquel santo murió rezando y con una paz celestial. A otro religioso dominico, que terminaba sus predicaciones hablando de María, se le apareció en la hora de la muerte, lo defendió del demonio, lo reconfortó y llevó consigo su alma al paraíso. El piadoso Tomás de Kempis presentaba a María recomendando a su Hijo a quienes pregonan sus alabanzas, y diciendo así: “Hijo, apiádate del alma de quien te amó a ti y a mí me alabó”.
( San Alfonso María de Ligorio, "Las Glorias de María" )
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