domingo, 16 de marzo de 2014

SIETE DOMINGOS A SAN JOSÉ; SÉPTIMO Y ÚLTIMO; SERMÓN PARA EL SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA


Séptimo Dolor y Gozo
San Lucas 2, 40-52


San José, ejemplar de toda santidad. Grande fue tu dolor al perder, sin culpa, al Niño Jesús, 
y haber de buscarle, con gran pena, durante tres días; pero mayor fue tu gozo 
cuando al tercer día lo hallaste en el templo en medio de los Doctores.

Por este Dolor y Gozo, te suplicamos nos alcances la gracia 
de no perder nunca Jesús por el pecado mortal; y si por desgracia lo perdiéramos, 
haz que lo busquemos con vivo dolor, hasta que lo encontremos 
y podamos vivir con su amistad, 
para gozar de Él contigo en el Cielo y cantar allí eternamente su divina misericordia. Amén.

( Ahora reza con piedad y atención un Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria )




Sermón
II Domingo de Cuaresma

por el Rvdo. P. Héctor Lázaro Romero
Director de la revista digital "Integrismo"


"Llevemos entonces la cruz hasta el Calvario 
y Dios nos transfigurará ya en esta vida uniéndonos a Él"


      La liturgia de hoy nos dirige un apremiante llamado a la Santidad. San Pablo, en la Epístola, la I a los tesalonicenses, es bien claro: “Por lo demás, hermanos, os rogamos y amonestamos en el Señor Jesús, que andéis según lo que de nosotros habéis recibido acerca del modo en que habéis de andar y agradar a Dios, como andáis ya, para adelantar cada vez más”. Se nos pide, Dios nos lo pide, “adelantar cada vez más” en el camino de la santidad, cada uno en su estado. Se nos llama al heroísmo sí, pero si San Pablo pide esto a los cristianos de Tesalónica de aquel tiempo y a los de todos los siglos venideros, pues es palabra de Dios, significa que es posible, contando con la Gracia.

        ¿Y habrá todavía cristianos que piensen que la Santidad no se ha hecho para ellos?

          Dejemos de ser cristianos a medias, salgamos de la mediocridad. ¡Cuántos años hace que asisto a Misa, que comulgo, que recibo los Sacramentos y sigo igual que antes, los mismos defectos, las mismas faltas, es que Nuestro Señor no tiene influencia sobre mi vida, no permito por mi pereza y mediocridad que Nuestro Señor trabaje mi alma para que alcance la perfección a que la tiene destinada. ¡Cuántas gracias que desprecio, que no aprovecho y que pierdo por mi culpa!

          El cristianismo reclama almas viriles y recias, Nuestro Señor nos pide el esfuerzo personal, exige no poco de nuestra parte. En la obra de la santificación, Nuestro Señor es como el escultor, yo soy el aprendiz que debe dejar guiar su mano por la del Maestro Divino para producir la obra maestra de la santidad. Estamos llamados a ideales altos, recordémoslo. Tantas y tantas almas abandonadas a la medianía y rutina deben tener presente esto. La liturgia nos predica constantemente la grandeza de nuestra vocación o la transformación en Cristo Jesús. Y así, nos pide sacrificio y cruz. Tengamos, entonces, el espíritu de la liturgia católica.

         “Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación”, nos dice San Pablo y son palabras que deberían quedar grabadas a fuego en nuestra alma. El Apóstol recuerda a sus fieles estos altos ideales combatiendo la impureza y avaricia en que caían, vicios opuestos al espíritu cristiano.


          El ideal cristiano se cifra en una sola palabra: la santidad. Los paganos de la época de San Pablo y el mundo neo-pagano de hoy en que vivimos, vive en la impureza y la codicia. “No nos llamó Dios a la impureza sino a la Santidad”, insiste el Apóstol. Hay, entonces, dos ideales opuestos: uno, el del cristiano, la Santidad; el otro, el de la impureza y avaricia, ideal del mundo.

      Echemos ahora una mirada sobre nosotros mismos, cristianos que queremos ser fieles a la fe de nuestros mayores, de nuestros antepasados, ¿cumplimos siempre con el precepto dominical? Si cumplimos siempre, ¿es suficiente esta media hora dedicada a Dios para cumplir con la vocación de santidad? ¿No habrá muchas medias horas consagradas a los ideales que ofrece el mundo? Meditemos, entonces, sobre estas palabras de San Pablo.

          El Evangelio narra la Transfiguración de Nuestro Señor. Jesús se transfigura ante tres de sus apóstoles, pero no solo para ellos se transfigura sobre el Tabor, sino también para nosotros, para darnos a nosotros un testimonio de su Gloria como Hijo de Dios, gloria que tiene preparada para todos los cristianos para después de la muerte, si son fieles y perseverantes. Para darnos también a nosotros fuerza para luchar y sufrir, a fin de alcanzar la vida eterna. Pero, ¿qué es la vida eterna?, ¿qué aprecio hacemos de ella?

       La vida eterna es ver a Dios tal como es, amar a Dios por siempre; gozar lo que Dios goza infinitamente, sin la menor pena ni dolor; vivir con su misma vida; es decir, sin agotamiento, enfermedades ni muerte.

       Estas cosas no podemos comprenderlas, superan nuestra capacidad intelectual. No podemos comprender nosotros, pobres hormigas cómo es la vida y el gozo de Dios, de los cuales nos hará partícipes un día.

            Nuestro Señor concedió a San Pablo el placer de gustar por un momento, un poco, un adelanto del Paraíso; pero no encontró palabras suficientes para explicar lo que vio: “Ningún ojo de hombre ha visto jamás lo que yo vi; ningún oído ha escuchado lo que yo oí; ningún corazón de hombre ha gustado jamás lo que yo gusté. Pues bien, esto lo tiene preparado para todo aquel que le ama”, dice el Apóstol a los Corintios.

        Trabajemos entonces por alcanzar el Cielo, donde ya no tendremos esta carne pesada e inclinada al mal, sino que seremos transfigurados como Cristo en el Tabor, y participaremos del gozo infinito de Dios.
¿Qué aprecio hacemos de la vida eterna? Nadie puede entrar en la vida eterna si no se ha penetrado antes de esta verdad; y debe entrar como luz en su mente y como fuerza en sus acciones. ¿De qué vale repetir cada día: “Creo en la vida eterna”, si luego no se la tienen presente en el modo de pensar y de obrar?
Esta verdad debe ser luz en la inteligencia, porque el pensamiento de la vida eterna debe ser la estrella a la que se dirijan nuestros pensamientos.

             El trabajador que regresa cansado a su hogar, pero contento porque lleva dinero a su casa, debe pensar: “En esta semana, ¿qué ganancia conseguí para la vida eterna?”

          La madre de familia que se acuesta contenta porque ha dado una sana e inteligente educación a sus hijos, debe pensar “En lo referente a su educación, ¿he tenido también en cuenta la vida eterna?¿Les he enseñado mañana y noche a rezar? El hombre que va al banco a depositar sus ganancias, debe pensar: “Y en el banco de la vida eterna ¿qué deposito? ¿He hecho limosnas, he ayudado a los necesitados? El enfermo que sufre y que tal vez no curará, piensa en la vida eterna y se consuela. Aun el anciano que siente aproximarse el fin de la vida, no se deja llevar por la tristeza si piensa en la vida eterna y purifica su conciencia.

              Esta verdad de la vida eterna es también fuerza en las acciones. ¿Qué daba fuerza a San Esteban para morir a pedradas? La vida eterna. ¿Cómo hacían los santos para vivir tan puros, para ayunar tanto, mientras que a nosotros nos parece difícil abstenernos de comer carne unos días al año, vencer la impureza del pensamiento, de la palabra, de las acciones? Es que el pensamiento de la vida eterna iluminaba sus vidas. El beato Cafasso exclamaba: “¡Oh, Paraíso, oh, Paraíso! El que piensa en ti no conoce cansancio”.

          Ahora podemos comprender porqué en las cosas de la Religión estamos siempre cansados y fastidiados: es que no pensamos bastante en el Cielo, no pensamos bastante en la Vida Eterna.

          Es algo tan grande que, como dijimos antes, no podemos comprender este gozo del Cielo. Imagínense, dice San Gregorio en su Diálogos, un niño nacido y crecido en una prisión subterránea; no ha visto jamás un rayo de sol; no sabe qué son las estrellas ni la luna. Ahora bien, la madre, que está en la prisión, quiere enseñarle cómo son las bellezas del mundo. “Hijo mío”, le dice, “si supieras ¡qué radiante es el sol! Es como la llama de nuestra lámpara, pero mucho más grande, que ilumina todos los lugares. Luego, mostrándole una hoja seca y marchita le dice: si supieras qué hermosas son las hojas, qué variedad que hay”. El niño escucha, abre grandes los ojos, sueña; pero no llega a imaginar nada. Lo mismo, dice San Gregorio, nos pasa a nosotros. Nuestra Santa Madre la Iglesia se esfuerza en enseñarnos el gozo del Cielo, pero nosotros, que no tenemos experiencia de esto, no podemos comprender nada.

          Pero si no podemos entender lo que es el Cielo, podemos conquistarlo. Pongamos ante nuestros ojos el eterno premio de la vida eterna y en las tentaciones sabremos luchar con fuerzas y soportar en paz los sufrimientos y cruces de nuestra vida.

          El misterio de la Transfiguración de Jesús es símbolo de nuestra transfiguración. Debemos transfigurarnos en la imagen de Nuestro Señor: “Sed perfectos como es perfecto mi Padre que está en los Cielos”. Se trata de revestirse de Cristo. La transfiguración en Cristo en esta vida prepara la definitiva y futura transfiguración del Cielo. Transfigurarse en Él es alcanzar la santidad, es santificarse, es cumplir con el apremiante llamado que nos hace San Pablo en la epístola que comentamos al principio. Tal como eran resplandecientes el rostro y el vestido de Jesús, así nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones deben resplandecer ante los hombres, para dar gloria a Dios Padre. El que no comienza esta transfiguración en la tierra, no llegará a la completa transfiguración en el Paraíso, donde nuestro rostro será resplandeciente como el sol, nuestros vestidos blancos como la nieve, cuando nos será concedido hacer una tienda eterna, donde gozaremos todo gozo sin fin.

          Pero recordemos que solo alcanzaremos esta transfiguración por la oración y el trabajo, así como Jesús se transfiguró mientras rezaba y después de haber subido a la montaña y así arriba hablaba de sufrimientos.

          Sepamos seguir entonces este llamado de San Pablo que quiere despertar nuestra generosidad: “Esta es la Voluntad de Dios, vuestra santificación”. Luchemos para alcanzar la Santidad confiados en Dios y en Su Gracia. Transfigurémonos en Él ya en esta vida, en preparación a la transfiguración definitiva. Pero sepamos que para unirnos a Dios, para alcanzar el Cielo, hemos de sobrellevar las cruces de que están hechas nuestras vidas.

          No nos hagamos ilusiones. ¿Querríamos estar con Nuestro Señor en la Gloria del Tabor y no seguirlo en los dolores del Calvario? Llevemos entonces la cruz hasta el Calvario y Dios nos transfigurará ya en esta vida uniéndonos a Él, santificándonos, y nos conducirá al Monte Tabor de la eterna transfiguración, para unirnos a Él para siempre.


NOTA IMPORTANTE: 

El Rvdo. P. Héctor Lázaro Romero, tiene a bien celebrar ocasionalmente 
el Santo Sacrificio de la Misa por las personas e intenciones 
de nuestros amigos y lectores, así como por el alma de sus difuntos. 

Si alguien quiere aplicar una Santa Misa por alguna cuestión particular, 
sólo tienen que escribirnos un mail a traditio@hotmail.com

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