lunes, 20 de febrero de 2012

PRUEBA DE LA EXISTENCIA DEL PURGATORIO


El día 4 de Noviembre de 1859 murió de apoplejía fulminante, en el Convento de Terciarias Franciscanas de Foligno, una buena hermana llamada Teresa Margarita Gesta, que era hace muchos años maestra de las novicias y a la vez encargada de la pobre ropería del monasterio. Había nacido en Córcega, en Bastia, en 1797 y había entrado en el Monasterio en febrero de 1826. 

   Doce días después de la muerte de Sor Teresa, el 17 de Noviembre, la hermana Ana Felicia, que la había ayudado en su empleo y que la reemplazó después de su muerte, iba a entrar en la ropería, cuando oye gemidos que  parecían salir del interior del aposento. Algo azorada, se apresuró a abrir la puerta: no había nadie. Mas dejándose oír nuevos gemidos acentuados, ella, a pesar de su ordinario valor, sintió miedo.

   "¡Jesús, María!; -exclamó - ¿qué es esto?".

   Aún no había concluido, cuando oyó una voz lastimera, acompañada de este doloroso suspiro:

   "¡Oh, Dios mío! ¡cuánto sufro! Oh Dios! que peno tanto!".

   La hermana, estupefacta, reconoció pronto la voz de la pobre sor Teresa. Se repone como puede, y le pregunta:

   "¿Y por qué?"

   "A causa de la pobreza", responde sor Teresa.

   "¡Cómo!... - replica la hermana - ¡vos que erais tan pobre!"

   "No es por mí misma, sino por las hermanas, a quienes he dejado demasiada libertad en este punto. Y tú ten cuidado de ti misma".

   Y al mismo instante la sala se llenó de un espeso humo, y la sombra de sor Teresa apareció dirigiéndose hacia la puerta, deslizándose a lo largo de la pared. Llegando cerca de la puerta, exclamó con fuerza:

   "He aquí un testimonio de la Misericordia de Dios".

   Y diciendo esto tocó el tablero superior de la puerta, dejando perfectamente estampada en la madera calcinada su mano derecha, y desapareciendo en seguida.




   La pobre sor Ana Felicia se había quedado casi muerta de miedo. Se puso a gritar y pedir auxilio. Llega una de sus compañeras, luego otra y después toda la Comunidad; la rodean y se admiran todas de percibir un olor a madera quemada. Buscan, miran y observan en la puerta la terrible marca, reconociendo pronto la forma de la mano de Sor Teresa, que era notablemente pequeña. Espantadas, huyen, corren al coro, se ponen en oración, y olvidando las necesidades de su cuerpo, se pasan toda la noche orando, sollozando y haciendo penitencia por la pobre difunta, y comulgando todas por ella al día siguiente.

   La noticia se difundió más allá de los muros del Convento; los Religiosos Menores, los buenos sacerdotes amigos del Monasterio y todas las comunidades de la población unen sus oraciones y súplicas a las de las Franciscanas. Este rasgo de caridad tenía algo de sobrenatural y de todo punto insólito.

   Sin embargo, la Hermana Ana Felicia, aun no repuesta de tantas emociones, recibió la orden formal de ir a descansar. Obedece, decidida a hacer desaparecer a toda costa en la mañana siguiente la marca carbonizada que había causado el espanto de todo Foligno. Mas, he aquí que Sor Teresa Margarita se le aparece de nuevo.

   "Sé lo que quieres hacer -le dice con severidad -; quieres borrar la señal que he dejado impresa. Sabe que no está en tu mano hacerlo, siendo ordenado por Dios este prodigio para enseñanza y enmienda de todos. Por su justo y tremendo juicio he sido condenada a sufrir durante cuarenta años las espantosas llamas del purgatorio, a causa de las debilidades que he tenido a menudo con algunas de nuestras hermanas. Te agradezco a ti y a tus compañeras tantas oraciones, que en su bondad el Señor se ha dignado aplicar exclusivamente a mi pobre alma; y en particular los siete salmos penitenciales, que me han sido de un gran alivio".

Después, con apacible rostro, añadió:

   "¡Oh, dichosa pobreza, que proporciona tan gran alegría a todos los que verdaderamente la observan!".

   Y desapareció.

   Por fin, al siguiente día, 19, Sor Ana Felicia, habiéndose acostado y dormido, a la hora acostumbrada, oye que la llaman de nuevo por su nombre, despiértase sobresaltada, y queda clavada en su postura sin poder articular una palabra. Esta vez reconoció también la voz de la difunta Sor Teresa, y al mismo instante se le apareció un globo de luz muy resplandeciente al pie de su cama, iluminando la celda como en pleno día, y oyó que Sor Teresa con voz alegre y de triunfo, decía estas palabras:

"Fallecí un viernes, día de la Pasión y otro viernes me voy a la Gloria... ¡Llevad con, fortaleza la  cruz!... ¡Sufrid con valor!". 

Y añadió con dulzura: "¡Adiós! ¡adiós! ¡adiós!...

Se transfigura en una nube ligera, blanca, deslumbrante, y volando al cielo desaparece.

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