Siguiendo el esquema de piedad de LA SEMANA DEL BUEN CRISTIANO, dedicamos este día viernes al Sacratísimo Corazón de Jesús y a meditar en reparación al Mismo Corazón, los sufrimientos que padeció Nuestro Señor en Su Dolorosa Pasión.
Un sencillo método, para aquellos que se inician en esta necesaria devoción o para aquellos que carecen de mucho tiempo, es centrarnos en una de las Estaciones del Santo Viacrucis, si bien siempre será lo ideal rezarlo completo, para poder lucrar las indulgencias que lleva concedidas.
¿Quién, Señora, viéndote llorar, osaría preguntar por qué lloráis? Ni la Tierra, ni el mar, ni todo el firmamento, se podrían comparar con vuestro dolor. Dadme, Madre mía, un poco, por lo menos, de ese dolor. Dadme la gracia de llorar a Jesús, con las lágrimas de un dolor de conciencia sincero y profundo.
Sufrís en unión Jesús. Dadme la gracia de sufrir como Vos y como Él. Vuestro mayor dolor no fue por contemplar los inexpresables padecimientos corporales de vuestro Divino Hijo. ¿Qué son los males del cuerpo en comparación con los del alma? ¡Si Jesús sufriese todos aquellos tormentos, pero a su lado hubiera corazones compasivos…! ¡Como si el odio más estúpido, más injusto, más desmañado, no hiriera al Sagrado Corazón enormemente más de lo que el peso de la Cruz y los malos tratos que herían el cuerpo de Nuestro Señor!
Pero la manifestación tumultuosa del odio y de la ingratitud de aquellos a quienes Él había amado… a unos pasos de ahí, estaba un leproso a quien había curado… más lejos un ciego a quien había curado la vista… poco más allá un sufridor a quien había devuelto la paz. Y todos pedían su muerte, todos le odiaban, todos le injuriaban. Todo esto hacía sufrir a Jesús inmensamente más que los inexpresables dolores que pesaban sobre su Cuerpo.
Y había algo peor, había el peor de los males. Había el pecado, el pecado declarado, el pecado manifiesto, el pecado atroz. ¡Si todas aquellas ingratitudes fuesen hechas al mejor de los hombres, pero, por absurdo, no ofendiesen a Dios…! Pero ellas eran hechas al Hombre Dios, y constituían contra toda la Trinidad Santísima un pecado supremo. He aquí el mal mayor de la injusticia y de la ingratitud.
Este mal no está solamente en herir los derechos del bienhechor, sino también en ofender a Dios. Y de tantas y tantas causas de dolor, la que más os hacía sufrir, Madre Santísima, Redentor Divino, era ciertamente el pecado.
¿Y yo? ¿Me acuerdo de mis pecados? ¿Me acuerdo, por ejemplo, de mi primer pecado, o de mi pecado más reciente? ¿De la hora en que lo cometí, del lugar, de las personas que me rodeaban, de los motivos que me llevaron a pecar? Si yo hubiese pensado en toda la ofensa que os causa un pecado, ¿habría osado desobedeceros, Señor?
Oh, Madre mía, por el dolor del Santo Encuentro, dadme la gracia de tener siempre delante de los ojos a Jesús Sufridor y Llagado, exactamente como Lo visteis en este paso de la Pasión.
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