martes, 19 de noviembre de 2019

SANTA ISABEL DE HUNGRÍA, la Princesa que se hizo franciscana


              Santa Isabel era hija del Rey Andrés II de Hungría y Gertrudis de Merania; nació el 7 de Julio de 1207. Desde niña Isabel llevaba a sus compañeros de juegos a rezar a la capilla, repartía su merienda entre los niños pobres y no quería llevar corona de perlas viendo a Jesús con espinas.

             Isabel se distinguió por su heroica caridad. Repartía todas las alhajas, ropas y alimentos del castillo. Visitaba a los pobres y enfermos. Los pobres la seguían y la llamaban "¡Madre, madre!". Tanto la acusan de generosa que una vez, su esposo, el Gran Conde Luis de Turingia, le regañaba dulcemente: "¿Qué llevas ahí?. Abre el delantal" y, en vez de los panes que llevaba a escondidas a los miserables, había rosas.

             Amaba tiernamente a su marido. Si no podía acompañarle, quedaba triste en el castillo. Para recibirle se adornaba como una novia. La prueba llegaría pronto. Se alistó en la Quinta Cruzada, convocada por Gregorio IX. En Otranto, antes de embarcar con Federico II, murió. Isabel quedó anonada. Tenía 20 años. Todo había muerto para ella. Sólo Dios le quedaba.




             Hubo intrigas por la sucesión de su esposo. Isabel renunció a la mano del Emperador Federico II y se instaló en Marburgo, en una pobre choza, donde aceptó de los Franciscanos el hábito gris de penitente junto con otras tres compañeras con las que formó una pequeña comunidad. Construyó un hospital donde recibía a los pobres y curaba a los enfermos. Sólo guardaba el manto de la Tercera Orden, con el que deseaba ser enterrada.

             Su Director Espiritual, Conrado de Marburgo, confirma la heroica caridad de Isabel. Una vez le preguntaron cómo dar limosnas, si no se tenía dinero, y contestó: «Siempre tenemos dos ojos para ver a los pobres, dos oídos para escucharlos, una lengua para consolarlos y pedir por ellos, dos manos para ayudarlos y un corazón para amarlos». Y ella practicaba lo que aconsejaba.

             El día del Viernes Santo, puestas las manos sobre el altar de una capilla, renunció a su propia voluntad y a todas las vanidades mundanas. De esta manera escribió su confesor «Afirmo ante Dios que raramente he visto una mujer que a una actividad tan intensa juntara una vida tan contemplativa, ya que algunos religiosos y religiosas vieron más de una vez cómo, al volver de la intimidad de la oración, su rostro resplandecía de un modo admirable y de sus ojos salían como unos rayos de sol».

             Antes de su muerte, al preguntarle Conrado cómo disponer de sus bienes, le contestó Isabel que lo poco que tenía ya no era suyo. Pertenecía ya a los pobres a los que debería entregárselo. A ella le bastaba la pobre túnica que vestía, con la que deseaba ser sepultada.

             Luego se confesó, recibió la Sagrada Comunión y se encomendó a Nuestra Señora para vencer los asaltos del demonio que la atacaba fuertemente. Finalmente, habiendo encomendado a Dios con gran devoción a todos los que la asistían, expiró como quien duerme plácidamente.

             El amor y la penitencia la habían agotado en plena juventud. Tenía 24 años cuando el Señor se la llevó al Paraíso. Era el año 1231. Cuatro años más tarde era canonizada por el Papa Gregorio IX. Una de sus hijas, llegó a ser la Abadesa de Aldemburgo, y hoy es venerada como Santa Gertrudis de Turingia.



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