El Padre Pío fue y aún es un caso excepcional en la Historia de la Mística Católica, ya que hasta el día de hoy ha sido el único Sacerdote estigmatizado; tras recibir en 1918 las Llagas de Cristo Nuestro Señor, cada Santa Misa que celebró era ya no sólo la renovación incruenta del Drama del Calvario, sino que el mismo Sacerdote sufriría agudos dolores y sangraciones durante la liturgia, convirtiéndose así en un crucificado sin Cruz.
Si la Pasión de Jesús fue su principal amor, la devoción filial y tierna a Nuestra Santa Madre ocuparía el resto de su corazón sacerdotal. La entrega total a la Virgen María le llevaría a ser apóstol incansable de la Madre de Dios, hasta el punto de asegurar ante sus hermanos frailes "me gustaría tener una voz tan fuerte para invitar a los pecadores de todo el mundo a amar a Nuestra Señora. Ella es el océano que debemos cruzar para llegar a Jesús.”
El Padre Pío fue siempre extremadamente reservado con todo lo referente a su vida interior, nunca presumió ni hizo alarde de los muchos dones místicos y gracias sobrenaturales con los que el Cielo le bendecía; no obstante, esa discreción suya a veces se veía alterada por las preguntas de no pocas almas que a él se arrimaban, como en cierta ocasión que alguien le preguntó si la Santísima Virgen María estaba presente durante la Santa Misa, a lo cual el Padre Pío respondió con sencillez:
“Sí, Ella se pone a un lado, pero yo la puedo ver, qué alegría. Ella está siempre presente. ¿Como podría ser que la Madre de Jesús, presente en el Calvario al pie de la Cruz, que ofreció a Su Hijo como Víctima por la salvación de nuestras almas, no esté presente en el Calvario místico del Altar?”.
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