Plinio Corrêa de Oliveira fue un Cruzado del siglo XX: enfrentó con gallardía la marcha destructora de la Revolución anticristiana, combatiendo sucesivamente, y muchas veces al mismo tiempo, el pseudo-misticismo nazi, el hedonismo de la way of life norteamericana, la utopía igualitaria socialista y comunista, el progresismo católico que trataba de demoler a la Iglesia desde su interior.
En las luchas y en las dificultades, al lado de la virtud de la fortaleza Plinio Corrêa de Oliveira ejercitó sobre todo la esperanza, movido por la convicción, como escribía a su madre en 1930, de que “de aquel a quien Dios da la Fe, Él mismo exige la Esperanza”. La confianza en la victoria final de la Contra-Revolución católica y en la venida del Reino del Inmaculado Corazón de María fue la virtud que Plinio Corrêa de Oliveira más profundamente infundió en sus numerosos discípulos esparcidos por el mundo, incluso fuera de las filas de las TFPs.
Nutrió esta confianza en la fuente de Fátima y también en una devoción mariana que le fue especialmente querida: la de Nuestra Señora del Buen Consejo de Genazzano. De ella recibió en 1967, por ocasión de una grave enfermedad y de una aflictiva probación espiritual, una gran gracia interior: la certeza sobrenatural que no moriría sin haber cumplido la misión que la Divina Providencia le confió. Él cumplió esta misión y realizó plenamente su vocación.
De su Testamento espiritual extraemos algunos párrafos que bien pueden resumir su trayectoria en este mundo mortal: “No encuentro palabras suficientes para agradecer a Nuestra Señora el favor de haber vivido desde mis primeros días, y de morir, como espero, en la Santa Iglesia, a la cual dediqué, dedico y espero dedicar hasta mi último aliento, absolutamente todo mi amor. De tal suerte que las personas, instituciones y doctrinas que amé durante la vida, y que actualmente amo, las amo porque fueron o son según la Santa Iglesia, y en la medida en que fueron o son según la Santa Iglesia. Igualmente, jamás combatí instituciones, personas o doctrinas sino porque y en la medida en que eran opuestas a la Santa Iglesia.
“Agradezco de la misma forma a Nuestra Señora —sin que me sea posible encontrar palabras suficientes para hacerlo— por la gracia de haber leído y difundido el «Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen» de San Luis Grignon de Montfort, y de haberme consagrado a Ella como esclavo perpetuo. Nuestra Señora fue siempre la luz de mi vida, y espero que Ella en su clemencia sea mi luz y mi auxilio hasta el último instante de mi existencia... a todos y a cada uno pido entrañablemente y de rodillas que sean sumamente devotos a Nuestra Señora durante toda la vida”
TODOS LOS OBSTÁCULOS
La Teología enseña que todas las gracias que nos vienen de Dios pasan siempre por las manos de María, de tal manera que nada obtendremos de Él, si María no se asocia a nuestra oración, y todas las gracias que recibimos las debemos siempre a la intercesión de María. Así, la Madre de Dios es el canal de todas las oraciones que llegan hasta su Divino Hijo y el camino de todas las gracias que Este otorga a los hombres.
Evidentemente, esta verdad supone que en todas las oraciones que hagamos, pidamos explícitamente a Nuestra Señora que nos apoye. Esta práctica sería sumamente loable. Pero, aunque no invoquemos declaradamente la intercesión de Nuestra Señora podemos estar seguros de que seremos atendidos porque Ella reza con nosotros, y por nosotros.
De ahí se saca una conclusión sumamente consoladora. Si tuviésemos que confiar solamente en nuestros méritos, ¿cómo podríamos confiar en la eficacia de nuestra oración? Se cuenta que cierta vez, Nuestro Señor se apareció a Santa Teresa trayendo en las manos unas uvas maravillosas. Preguntó la santa al Divino Maestro qué significaban las uvas, y El respondió que eran una imagen del alma de ella. Miró entonces la santa detenidamente a las frutas y en la medida en que las examinaba, su primera impresión, que fue magnífica, se deshacía, y daba lugar a una impresión cada vez más triste. Llenas de manchas y de defectos, las uvas acabaron por parecer repugnantes a la gran santa. Ella comprendió entonces el alto significado de la visión. Incluso las almas más perfectas tienen manchas, cuando son atentamente examinadas. Y ¿cuáles son las manchas que pueden pasar desapercibidas a la mirada penetrante de Dios? Por eso tenía mucha razón el Salmista cuanto exclamaba: «Señor si atendieses a nuestras iniquidades, ¿quién se sustentará en vuestra presencia?»
Y, si no hay nadie que no presente manchas a los ojos de Dios, ¿quién puede esperar con plena seguridad ser atendido en sus oraciones?.
Por otro lado, Dios quiere que nuestras oraciones sean confiantes. No desea que nos presentemos ante su trono como esclavos que se aproximan con miedo de un temible señor, sino como hijos que se acercan a un padre infinitamente generoso y bueno. Esa confianza es incluso una de las condiciones de la eficacia de nuestras oraciones. Pero, ¿cómo tendremos confianza, si, mirando en nuestro interior, sentimos que nos faltan las razones para confiar? Y si no tenemos confianza, ¿cómo esperamos ser atendidos?.
De las tristezas de esta reflexión nos saca, triunfalmente, la doctrina de la Mediación Universal de María.
De hecho, nuestros méritos son mínimos, y nuestras culpas grandes. Pero, lo que por nosotros mismos no podemos alcanzarlo, tenemos el derecho de esperar que las oraciones de Nuestra Señora lo alcance.
Y jamás debemos dudar de que Ella se asocia a nuestras oraciones cuando son convenientes a la mayor gloria de Dios y a nuestra santificación. De hecho, Nuestra Señora nos tiene un amor que sólo de modo imperfecto puede ser comparado al amor que nos tienen nuestras madres terrenas. San Luis María Grignión de Monfort dice que Nuestra Señora tiene al más despreciable y miserable de los hombres un amor superior al que resultaría de la suma del amor de todas las madres del mundo a un hijo único. Nuestra Madre auténtica en el orden de la gracia nos engendró para la vida eterna. Y a Ella se aplica fielmente la frase que el Espíritu Santo esculpió en la Escritura: «Aunque tu padre y tu madre te abandonasen, Yo no me olvidaría de ti». Es más fácil ser abandonados por nuestros padres según la naturaleza, que por Nuestra Madre según la gracia.
Así, por más miserables que seamos, podemos presentar con confianza a Dios nuestras peticiones: siempre que fueran apoyadas por Nuestra Señora, encontrarán un valor inestimable a los ojos de Dios, que ciertamente obtendrá para nosotros el favor pedido.
Nos conviene meditar incesantemente sobre esta gran verdad. Católicos que somos, debemos enfrentar en esta vida las luchas comunes a todos los mortales y, además de esto, las que nos vienen por el hecho de estar al servicio de Dios. Pero, aunque los horizontes parezcan estar a punto de descargar sobre nosotros un nuevo diluvio, aunque los caminos se nos cierren al paso, los precipicios se abran y la propia tierra se mueva bajo nuestros pies, no perdamos la confianza: Nuestra Señora superará todos los obstáculos que estén por encima de nuestras fuerzas. Mientras esta confianza no deserte de nuestro corazón, la victoria será nuestra, y de nada valdrán las tramas de nuestros adversarios: caminaremos sobre las áspides y los basiliscos y aplastaremos con nuestros pies los leones y los dragones.
Plinio Corrêa de Oliveira
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