jueves, 22 de septiembre de 2022

JESÚS REY DE AMOR, por el Padre Mateo Crawley-Boevey. Parte II

 


Jesús Rey de Amor 
un tiempo de intimidad con el Corazón 
que lo ha dado todo por nosotros



"Yo no quiero la muerte del pecador, 
sino que se convierta y viva" 

Profeta Ezequiel, cap. 33, vers. 11


               Notad para vuestro consuelo que el amor con que Jesús os ama no es enteramente el mismo amor con que ama a su Madre, toda Ella pura, santa, perfecta, inmaculada, única. Ésta es, diríamos, un amor aparte. Ni es tampoco el amor con que ama a sus ángeles, espíritus perfectos, siempre fieles, purísimos. Recordad que el Verbo los dejó a ellos, los noventa y nueve fidelísimos, por... la ovejita descarriada que eres tú, quien estás leyendo esto. Y más todavía: el amor de que te estoy hablando no es en cierto sentido aquel con que amó al grupito de almas de nieve y de fuego, almas-lirios, criaturas privilegiadas, que han sido y serán siempre en la Iglesia el oasis del Corazón de Jesús, el «rebañito pequeño» que le sigue, cantando un cántico que ningún otro podrá cantar.... 

               Estas almas, preciosas por su fidelidad heroica y constante, por su pureza sin tacha, merecieron las caricias del Rey de Amor. En tanto que el amor con que ama y colma a la inmensa mayoría de pecadores, miserables e ingratos, es el Amor Misericordioso, o sea el de una condescendencia infinita. Es el Verbo, Dios-Salvador, que bajó al lodazal para convertir el fango en estrellas, con tal que el fango se humille y crea en la misericordia del Señor. 

               Ya comprendéis por qué hemos establecido las diferencias anteriores, pues era preciso poner de relieve lo que Teresita llama el Amor-Misericordioso de Jesús, y hacéroslo apreciar, en cuanto sea posible, en su valor exacto. 

              Una cosa es, en efecto, el amor, que con dardo de fuego dora y diviniza la nieve, y otra el amor que con torrentes de sangre purifica y realza la bajeza del fango. ¿En qué y cuándo merecimos esta condescendencia del Amor Misericordioso? ¡Jamás! Hemos pecado, hemos obrado la iniquidad, hemos crucificado y muerto, con más culpabilidad que los verdugos, al Señor de la vida... ¡Todos pusimos en El nuestras manos, tintas en su Sangre, todos! Y El nos tiende los brazos, nos ofrece su perdón, su amistad, su Corazón. ¿No es esto el colmo de colmos, la locura de locuras del amor de un Dios? 

               Por esto es inconcebible el pecado de temor, de desconfianza, iba a decir es casi... imperdonable. ¿Es posible que su Corazón busque con afán el nuestro —los dos abismos que se atraen— y que nosotros, hundidos en el nuestro de miseria moral, nos neguemos, por falta de confianza, a dar entrada a Aquel que quiere y pide y ruega el colmar nuestro abismo de muerte con su Corazón, abismo de perdón y vida? 

               A sus instancias contestamos con el argumento manoseado de indignidad y de respeto, como si Él no lo supiera al brindar el tesoro (le sus ternuras..., como si Él fuera el monopolio de los justos, o de los que creyesen merecedores de sus gracias... Se diría que estos tales pretenden enmendarle la plana a un Dios que parece exagerar al querer confundir su vida inmortal con la nuestra. De ahí que, cuando Él avanza, esas almas retroceden; cuando Él dice: «Venid todos», ellos parecen repetir lo que el endemoniado del Evangelio: «¿Qué tenemos nosotros que ver contigo, ¡oh Jesús, Hijo de Dios?... Has venido con el fin de atormentarnos». ¡Y los infelices huyen!... ¡Ah! Olvidan estos tales que entre el Padre Justiciero y nosotros los rebeldes se ha interpuesto como puente de esperanza, por el cual llegaremos los culpables perdonados hasta el Padre de Clemencia, ¡el Hijo Misericordioso! 

               «Pasad, hijitos míos, dice, pasad por ese puente, que soy el Crucificado; no temáis, pasad, pues Yo soy el Camino... ¿Por qué tembláis?... Pasad meditando en mi Cruz, en mi Calvario, en mi Eucaristía; avanzad en paz y con plena confianza. Yo quiero colmar el abismo de vuestro pánico con el abismo de mi ternura; pero, por favor, hijitos míos, no reabráis el abismo de distancias y recelos que Yo mismo he suprimido con mi Encarnación y mi Eucaristía.» Almas pusilánimes y de poca fe, qué, ¿no veis que la mayor de vuestras faltas, que la fuente de muchas de ellas y la que más lastima al Señor es vuestra falta de confianza?

               A cuántas de vosotras, almas tembladoras, que jamás estáis satisfechas de vuestras confesiones, que estáis siempre dudando del perdón de pecados cien veces acusados, se podría aplicar la historia siguiente: Una de tantas almas que parecen considerar a Jesús como un tirano, se está preparando a hacer una confesión general por la centésima vez. Inquieta, turbadísima, pasa su retiro escribiendo los pecados de toda su vida; no medita, no reza, está toda engolfada en un examen que la sofoca. Llega, por fin, al confesonario; lee, acusa, repite diez veces, explica siempre temblando, azorada... 

               Cuando, por fin, cree haber terminado, el confesor le dice con voz tristísima y suave: —Has olvidado algo muy importante. — Ya me lo imaginaba yo —replica ella sobresaltada, aprontándose a volver sobre sus pasos y a repetir la lectura de sus cuartillas... —No —dice entonces el confesor—, no busques lo que no has escrito: tu pecado no está en tus papeles, y me lastima mucho más que todo lo que has acusado: la causa sobre todo tu falta de confianza! Se levanta; esa voz la conmueve; quiere cerciorarse si es realmente la de su confesor... El confesonario está vacío... ¡Jesús había venido a darle una lección suprema!. 

               No censuramos, por cierto, las confesiones generales, muy provechosas en determinadas ocasiones, sino aquella falta de confianza, aquel sistema de sobresalto, aquel temblor exagerado que es un ultraje a la bondad del Salvador.

               Un sistema semejante desfigura a Jesús, lo disminuye. Si los ciegos, los leprosos y paralíticos curados por Jesús hubieran razonado de este modo y hubieran dudado de su curación por llamarse indignos, hubieran merecido, ciertamente, el recaer, y con mayor gravedad, en sus enfermedades, en castigo de su ingratitud y del orgullo que es siempre, en el fondo, el pecado de desconfianza. 

               ¿A qué bajó el Verbo? A establecer una ley nueva, portentosa, ley positiva y fundamental del Cristianismo, ley imperecedera y salvadora, la de Misericordia... Por esto la desconfianza le traspasa el Corazón. 

              ¿Sabéis cuál fue, en realidad, el mayor delito de Judas, más aún que la traición y más que el suicidio?... ¡Haber rehusado creer en aquella Misericordia que Jesús le ofreció de rodillas, al lavarle los pies en la última Cena! No cambiemos el Evangelio, pues no hay jamás derecho para ello. 

               El Señor bajó, no para los justos y los sanos, sino para los pecadores y los enfermos. Y el pago que Él pide en cambio de una dignación semejante es un amor de confianza, el cual es siempre el más sincero y el más humilde de los arrepentimientos. ¡Quien esto no comprende, no ha comprendido aún lo más delicado y hermoso del Corazón de Jesús! Nada ni nadie debe impediros el acercaros a su Costado herido, nada. 



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