(San Efrén, Doctor de la Iglesia)
En virtud del pecado original, la inteligencia humana se volvió sujeta a errar, la voluntad quedó expuesta a desfallecimientos, la sensibilidad quedó presa de las pasiones desarregladas, el cuerpo por así decirlo fue puesto en estado de rebeldía contra el alma.
...por el privilegio de su Concepción Inmaculada, Nuestra Señora fue preservada de la mancha del pecado original desde el primer instante de Su Ser. Y, así, en Ella todo era armonía profunda, perfecta, imperturbable. El intelecto jamás expuesto a error, dotado de un entendimiento, una claridad, una agilidad inexpresable, iluminado por las gracias más altas, tenía un conocimiento admirable de las cosas del Cielo y de la Tierra.
La voluntad, dócil en todo al intelecto, estaba enteramente vuelta hacia el bien y gobernaba plenamente la sensibilidad, que jamás sentía en Sí ni pedía a la voluntad algo que no fuese plenamente justo y conforme a la razón.
Imagínese una voluntad naturalmente tan perfecta, una sensibilidad naturalmente tan irreprensible, ésta y aquélla enriquecidas y super-enriquecidas de gracias inefables, perfectamente correspondidas en todo momento, y se puede tener una idea de lo que era la Santísima Virgen. O, mejor dicho, se puede comprender por qué motivo ni siquiera se es capaz de formarse una idea de lo que la Virgen era.
Dotada de tantas luces naturales y sobrenaturales, Nuestra Señora conoció por cierto la infamia del mundo en Sus días. Y con ello sufrió amargamente. Pues cuanto mayor es el amor a la virtud, tanto mayor es el odio al mal.
Ahora bien, María Santísima tenía en Sí abismos de amor a la virtud, y, por lo tanto, sentía forzosamente en Sí abismos de odio al mal. María era pues enemiga del mundo, al cual vivió ajena, segregada, sin ninguna mezcla ni alianza, vuelta únicamente hacia las cosas de Dios.
El mundo, a su vez, parece no haber comprendido ni amado a María. Pues no consta que le hubiese tributado admiración proporcionada a Su hermosura castísima, a Su gracia nobilísima, a Su trato dulcísimo, a Su Caridad siempre compasiva, accesible, más abundante que las aguas del mar y más suave que la miel.
¿Y cómo no habría de ser así? ¿Qué comprensión podría haber entre Aquella que era toda del Cielo y aquellos que vivían sólo para la tierra? ¿Aquella que era toda Fe, pureza, humildad, nobleza, y aquellos que eran todos idolatría, escepticismo, herejía, concupiscencia, orgullo, vulgaridad? ¿Aquella que era toda sabiduría, razón, equilibrio, sentido perfecto de todas las cosas, templanza absoluta y sin mancha ni sombra, y aquellos que eran todos exceso, extravagancia, desequilibrio, sentido equivocado, cacofónico, contradictorio, hiriente a respecto de todo, e intemperancia crónica, sistemática, vertiginosamente creciente en todo? ¿Aquella que era la Fe llevada por una lógica diamantina e inflexible a todas sus consecuencias, y aquellos que eran el error llevado por una lógica infernalmente inexorable, también a sus últimas consecuencias? ¿O aquellos que, renunciando a cualquier lógica, vivían voluntariamente en un pantano de contradicciones, en que todas las verdades se mezclaban y se corrompían en la monstruosa interpenetración con todos los errores que les son contrarios?
Inmaculada significa etimológicamente la ausencia de mácula, y pues de todo y cualquier error por menor que sea, de todo y cualquier pecado por más leve e insignificante que parezca. Es la integridad absoluta en la Fe y en la Virtud. Es por lo tanto la intransigencia absoluta, sistemática, irreductible, la aversión completa, profunda, diametral a toda especie de error o de mal. La santa intransigencia en la verdad y en el bien es la Ortodoxia, la pureza, al estar en oposición a la heterodoxia y al mal. Por amar a Dios sin medida, Nuestra Señora correspondientemente amó de todo corazón todo cuanto era de Dios. Y porque odió sin medida al mal, odió sin medida a Satanás, a sus pompas y sus obras, al Demonio, al mundo y a la carne.
Por esto, Nuestra Señora rezaba sin cesar. Y según tan razonablemente se cree, Ella pedía el Advenimiento del Mesías y la gracia de ser una Sierva de aquella que fuese escogida para ser Madre de Dios.
Pedía al Mesías, para que viniese Aquel que podría hacer brillar nuevamente la Justicia sobre la faz de la Tierra, para que se levantase el Sol divino de todas las virtudes, golpeando por todo el mundo a las tinieblas de la impiedad y del vicio.
Nuestra Señora deseaba, es cierto, que los Justos que vivían en la Tierra encontrasen en la Venida del Mesías la realización de sus deseos y de sus esperanzas, que los vacilantes se reanimasen, y que de todos los países, de todos los abismos, almas tocadas por la luz de la gracia levantasen vuelo a las más altas cumbres de la Santidad. Pues éstas son por excelencia las Victorias de Dios, que es la Verdad y el Bien, y las derrotas del Demonio, que es el jefe de todo error y de todo mal.
La Virgen quería la Gloria de Dios por esa Justicia, que es la realización en la Tierra del Orden deseado por el Creador. Pero, pidiendo la Venida del Mesías, Ella no ignoraba que Él sería la piedra de escándalo, por la que muchos se salvarían y muchos recibirían también el castigo de su pecado. Este castigo del pecador empedernido, este aniquilamiento del impío obcecado y endurecido, Nuestra Señora también lo deseó de todo corazón, y fue una de las consecuencias de la Redención y de la fundación de la Iglesia, que Ella deseó y pidió como nadie. “Ut inimicus Sanctae Ecclesiae humiliare digneris; te rogamus, audi nos” [Para que os dignéis humillar a los enemigos de la Santa Iglesia; te rogamos, óyenos], canta la Liturgia. Y antes que la Liturgia, por cierto el Corazón Inmaculado de María ya elevó a Dios súplica análoga, por la derrota de los impíos irreductibles. Admirable ejemplo de verdadero Amor, de verdadero odio.
Dios quiere las obras. Él fundó la Iglesia para el Apostolado. Pero por encima de todo quiere la oración. Pues la oración es la condición de fecundidad de todas las obras. Y quiere como fruto de la oración, la virtud.
Reina de todos los Apóstoles, Nuestra Señora es sin embargo principalmente modelo de las almas que rezan y se santifican, la estrella polar de toda meditación y vida interior. Pues, dotada de una virtud inmaculada, Ella hizo siempre lo que era más razonable, y si nunca sintió en Sí las agitaciones y los desórdenes de las almas que sólo aman la acción y la agitación, nunca experimentó en Sí, tampoco, las apatías y las negligencias de las almas flojas que hacen de la vida interior un cortaviento a fin de disfrazar su indiferencia por la causa de la Iglesia. Su alejamiento del mundo no significó un desinterés por el mundo. ¿Quién hizo más por los impíos y por los pecadores que Aquella que, para salvarlos, voluntariamente consintió en la inmolación crudelísima de Su Hijo infinitamente inocente y Santo? ¿Quién hizo más por los hombres que Aquella que consiguió que se realizase en Sus días la promesa del Salvador?
Pero, confiando sobre todo en la oración y en la vida interior, ¿no nos dio la Reina de los Apóstoles una gran lección de Apostolado, haciendo de una y otra Su principal instrumento de acción?
Tanto valen a los ojos de Dios las almas que, como Nuestra Señora, poseen el secreto del verdadero Amor y del verdadero odio, de la intransigencia perfecta, del celo incesante, del espíritu de renuncia completo, que propiamente son ellas las que pueden atraer al mundo las gracias divinas.
Estamos en una época parecida con la de la Venida de Jesucristo a la Tierra. En 1928 escribió el Santo Padre Pío XI que el espectáculo de las desgracias contemporáneas "es tan triste que por estos acontecimientos parecen manifestarse los principios de aquellos dolores que habían de preceder al hombre de pecado que se levanta contra todo lo que se llama Dios o que se adora" (Encíclica Miserentissimus Redemptor, del 8 de Mayo de 1928).
Y a nosotros, ¿qué nos compete hacer?. Luchar en todos los terrenos permitidos, con todas las armas lícitas. Pero antes que nada, por encima de todo, confiar en la vida interior y en la oración. Es el gran ejemplo de Nuestra Señora.
El ejemplo de Nuestra Señora, sólo se puede imitar con el Auxilio de Ella. Y el Auxilio de Nuestra Señora, sólo se puede conseguir con la devoción a Ella. Pues bien, ¿qué mejor forma de devoción a María Santísima puede haber que pedirle, no sólo el Amor de Dios y el odio al Demonio, sino aquella santa entereza en el amor al bien y en el odio al mal, en una palabra, aquella santa intransigencia que tanto resplandece en su Inmaculada Concepción?.
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