domingo, 9 de junio de 2019

BEATA ANNA MARÍA TAIGI, Patrona de las madres de familia y Mística


BREVE BIOGRAFÍA

               Anna María Taigi nació en Siena (Italia) el 29 de Mayo de 1769. Pertenecía a una honorable familia: su abuelo, Pietro Giannetti, dirigía una farmacia. Su hijo Luis, después de seguir los estudios que le permitan suceder algún día a su padre, se casa con una buena cristiana: María Santa Masi. Ana María sería la única hija del matrimonio. 

                Fue bautizada al día siguiente de su nacimiento; recibió los nombres de Anna María Antonia Gesualda. Durante los seis primeros años la vemos jugar entre los viñedos, olivos y rosales que, como muralla roja, coronan las arenosas llanuras de la Toscana.

             La mala gestión económica del cabeza de familia les lleva a la ruina y terminan mudándose a un barrio modesto de Roma. En esta situación de estrecheces transcurre su infancia, pero tiene la gracia de poder acudir a la escuela gratuita de la Vía Graziosa, regentada por las Hermanas del Instituto Maestre Pie, fundado por Santa Lucía Filipini. Junto a las clases de religión y cálculo Anna María recibe las enseñanzas propias del hogar. Los Domingos asiste en la parroquia a la catequesis semanal.

                  La situación familiar empeora: sin dinero y preso de la ira, Luis, el primer responsable, en vez de remediar su culpa, vuelve sus malos humores contra su única hija, maltratándola a diario.




               Despedida a poco de ir a la escuela por causa de una epidemia de viruelas, no podrá volver a ella por tener que ayudar a su madre en los oficios de la casa. Ha aprendido a leer, pero no a escribir, y jamás sabrá otra cosa que apenas garabatear su firma.

               El ambiente revolucionario y anticristiano de la época hace mella en el alma de una adolescente piadosa como Anna María. A pesar de sus pocos años Annette comienza a darse cuenta de todo esto. Oye las conversaciones de la calle y las noticias que cuentan las compañeras del taller donde ha comenzado a trabajar. Para llevar algún refuerzo al vacío erario familiar carda la seda y corta las viejas ropas en una pequeña tienda propiedad de dos hermanas solteras. De regreso a su casa lava la ropa y hace la comida, mientras su madre sirve de asistenta en varias casas para sacar con qué comer.

                En 1787 Anna María abandona el taller para ocupar una plaza de doncella en el palacio donde trabaja su padre. La patrona, encantada de sus condiciones domésticas, ofrece también un empleo a su madre, y desde entonces los Giannetti trasladan su residencia a dos habitaciones que amablemente les ha cedido la señora Sierra, su patrona. La indigencia de la familia ha terminado: su madre no tendrá ya que ir de asistenta por las casas y, al menos, no les faltará comida y techo en que cobijarse.

               En este palacio, mezcla de fortaleza y de convento, como todos los antiguos de Roma, es donde conoce a un criado que, dos veces por semana, les lleva provisiones desde el palacio Chigi. Domenico Taigi es hombre de buenas costumbres, de sólida piedad, aunque rudo, inculto y de vivo genio. Poco tiempo después se celebra la boda en la iglesia de San Marcelino y, como en todas las demás, hay una buena comida, se baila y se canta hasta el cansancio. Anna María acaba de cumplir veinte años y su esposo veintiocho.

               El Príncipe Chigi les cederá dos habitaciones de su palacio y allí pasarán su luna de miel y les nacerán seis de sus siete hijos. Llega el año de 1790 y la tempestad que va a purificar al mundo se encuentra próxima. Pero aún Dios no cree llegada la hora de su conversión. Durante los tres primeros años de su matrimonio Anna María sigue siendo la muchacha bonita, alegre y entusiasta de la vida mundana.

               En París ha estallado la revolución y la noticia corre de boca en boca entre el estupor de algunos y la alegría de no pocos. En Roma, junto a la columnata de Bernini la dulce mirada de Anna María se cruza con la de un religioso servita, el Padre Angelo. Este no había visto nunca a la joven, pero una voz interior le anuncia de repente: “Presta atención a esa mujer. Yo te la confiaré un día; tú trabajarás por su conversión. Ella se santificará porque yo la he escogido para santa”.

               A partir de entonces, Anna María comienza a no gustar las cosas de este mundo. Se despoja de su vanidad y busca el consuelo a su insatisfacción en la piedad. Va de uno a otro confesor en busca de consuelo y apoyo, hasta que un día entra en la iglesia de San Marcelo, donde se casó. Hay allí un confesonario y a él se dirige; el confesor no es otro que el Padre Angelo, que la reconoce por la voz y le dice: “¡Ah, al fin habéis venido, hija mía! El Señor os llama a la perfección y vos no debéis desatender su llamada”. Y acto seguido le cuenta el mensaje recibido en la plaza de San Pedro.

               En 1808 toma el hábito de Terciaria Trinitaria y quiere perfeccionarse más, pero la verdadera perfección consiste, como le dijo el Señor en una de sus Apariciones, en la mortificación de la propia voluntad, en ocultar dentro de lo posible a los ojos de los hombres las obras que se hacen, en ser buena, caritativa y paciente. Y Anna María sigue fielmente estos consejos del Maestro, si bien sería guiada por el Padre Fernando, confesor también de Isabel Canori.

                Quizá lo que más llama la atención de su vida es cómo ha sabido conjugar o ser perfecta en su estado matrimonial, máxime con su esposo Domenico; con él mostraría continuamente su paciencia: ni una disputa, ni un mal gesto en sus cuarenta y ocho años de matrimonio. Humildad y confianza en Dios fueron siempre sus armas para salir de los malos trances. Dios mismo le había revelado: “Yo seré tu guía en la vida de perfección”.

               Anna María vería morir a cuatro de sus hijos con santa resignación, aceptando siempre la Voluntad del Todopoderoso; sufrió calladamente las burlas de muchas personas que la consideraban una visionaria; jamás protesta por su humilde condición. Poco a poco, a través del dolor y sufrimiento su alma se va purificando.

               Mientras, en Francia, Napoleón Bonaparte se ha erigido emperador de los franceses. Sus ejércitos avanzan incontenibles por todos los suelos de Europa. Se profanan las iglesias, se hace mofa de la religión, se predice por doquier el fin de la cristiandad. Las ideas revolucionarias alcanzan su máximo esplendor. Anna María es la respuesta de Dios a todas estas cosas: al racionalismo triunfante, al orgullo de los poderosos, al materialismo del siglo. El Señor sigue fiel a su promesa: “Ensalzaré a los humildes y abatiré a los orgullosos”.



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               El 24 de Mayo de 1814, Anna María saldría con los romanos a recibir con lágrimas de júbilo al Papa Pío VII, que volvía del destierro impuesto por Napoleón; el Pontífice, en agradecimiento a la Virgen María, instituyó entonces la Fiesta de Nuestra Señora Auxilio de los Cristianos.

               La vida de Ana María es rica en hechos extraordinarios que se enlazan de nuevo, todos, con el sol misterioso que durante unos cuarenta  siete años es para ella manantial perenne de conocimientos sobre la vida presente y futura.

              Atestigua Don Rafael Natali, confidente de Ana María y testigo ocular de numerosos hechos extraordinarios que vive como huésped en la casa de Anna María durante unos veinte años: “El sol se le apareció en la habitación la primera vez mientras se daba la disciplina, era de una luz fosca y empañada; y a medida que ella progresaba en las virtudes, se volvía más claro y luminoso, y en poco tiempo se hizo más lúcido que siete soles juntos. Era, a su vista, de la grandeza de nuestro sol. Sorprendida Ana María por un sacro terror y por novedad tal, le preguntó al Señor su significado, y oyó que le respondían que era un espejo en el que vería el  bien y el mal”.

               Todos buscan el consejo de Anna María Taigi: gobernantes, cardenales y embajadores vienen a pedirle consejo o solución a sus problemas. Ella trata a todos igual. Nunca rehúsa el consuelo y la ayuda a nadie y jamás admite regalo ni limosna alguna. Y cuando, como en alguna ocasión, la Reina de Etruria María Luisa desterrada en Roma, quiere ayudarla dándole una casa y oro, ella le responde: “Señora, yo sirvo al más grande de los reyes y Él sabrá recompensarme espléndidamente”.

               Pero aún debe purificarse más. Como si fuera poco lo que ha tenido que sufrir, Dios le reserva siete meses de dolorosa agonía. A pesar de ello su eterna sonrisa no desaparece de sus labios. Lleva con alegría esta última prueba, sabiendo que sus días están contados. Por fin el 9 de Junio de 1837, rodeada de su marido y tres hijos, deja este mundo a los sesenta y ocho años de edad. Al día siguiente es enterrada en el nuevo cementerio de Campo Verano.

              Sería Beatificada por el Papa Benedicto XV; es declarada Patrona de las madres de familia y su cuerpo descansa, incorrupto, en la Basílica de San Criságono, de Roma.




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