Refiere el Papa Pío II que un Caballero de la provincia de Ostia estaba continuamente atormentado por una tentación de desesperación que le inducía a ahorcarse, lo cual había intentado Ya varias veces. Habiendo ido a entrevistarse con un santo religioso para exponerle el estado de su alma y pedirle consejo, el Siervo de Dios, después de haberle consolado y fortalecido lo mejor que pudo, le aconsejó que tuviese en su casa un sacerdote que celebrase allí todos los días la Santa Misa. El Caballero le dijo que lo haría gustosamente. Al mismo tiempo fué a recluirse en un castillo de su propiedad; allí un sacerdote celebraba todos los días la Santa Misa, que el Caballero oía con la mayor devoción.
Después de haber permanecido allí por algún tiempo con gran tranquilidad de espíritu un día el sacerdote le pidió permiso para ir a decir la Misa en una iglesia vecina en la que se celebraba una festividad extraordinaria; el Caballero no tuvo en ello inconveniente, pues se proponía ir también allí a oír la Santa Misa. Mas una ocupación imprevista le retuvo, sin que de ello se diese cuenta, hasta el mediodía. Entonces, lleno de espanto por haber perdido la Santa Misa, cosa que no le acontecía nunca, y sintiéndose otra vez atormentado por su antigua tentación, salió de su casa, y se encontró con un lugareño que le preguntó dónde iba. «Voy, -dijo el Caballero, a oír la Santa Misa.» «Es ya demasiado tarde -respondió aquel hombre- pues están todas celebradas.» Fue aquélla una noticia muy cruel para el Caballero, quien se puso a dar voces, diciendo: «¡Ay!, estoy perdido, pues se me escapó la Santa Misa». Él lugareño, que era amigo del dinero, al verle en aquel estado, le dijo: «Si queréis, os venderé la Misa que he oído y todo el fruto que de ella he sacado». El otro, sin reflexionar siquiera, lleno de pesar como estaba por haber faltado a la Santa Misa contestó: «Pues sí, aquí tenéis mi capa».
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Aquel hombre no podía venderle la Santa Misa sin cometer un grave pecado. Al separarse, el Caballero no dejó, sin embargo, de proseguir su camino hacia la iglesia para rezar allí sus oraciones. Al volverse a su casa, después de sus prácticas piadosas, halló a aquel pobre paisano colgado de un árbol en el mismo lugar donde le había aceptado su capa. Nuestra Señor, en castigo de su avaricia, permitió que la tentación del Caballero pasase al avaro. Movido por un tal espectáculo, aquel Caballero dió gracias a Dios durante toda su vida, por haberle librado de un tan grande castigo, y no dejó nunca de asistir a la Santa Misa a fin de agradecer a Dios tantas bondades. A la hora de la muerte confesó que desde que asistía diariamente a la Santa Misa el demonio había dejado de inducirle a la desesperación.
(P. Rossignoli, Maravillas divinas en la Sagrada Eucaristía, maravilla LXIII.ª)
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