domingo, 6 de septiembre de 2020

EXPLICACIÓN DE LA SANTA MISA, por San Juan María Vianney, Cura de Ars. PARTE 4: Los sentimientos de humildad nos predisponen al Sacrificio de la Misa


               Al entrar en el templo, penetraos de la gran dicha que os cabe, mediante un acto de la más viva Fe, y por un acto de contrición y arrepentimiento de vuestros pecados, los cuales os hacen indignos de acercaros a un Dios tan santo y excelso. En aquel momento, pensad en las disposiciones del publicano cuando entró en el templo para ofrecer a Dios el sacrificio de su oración. 

               Escuchad lo que nos dice San Lucas: “El publicano, se mantenía a la entrada del templo; con la mirada fija en el suelo, sin atreverse a dirigirla al altar, golpeándose el pecho y diciendo a Dios: Señor, tened piedad de mí, que soy un gran pecador” (Evangelio de San Lucas, cap. 18, vers 13). Ya veis, pues, que no entró con un aire arrogante y altanero, como lo hacen muchos cristianos; “los cuales parece, según dice el Profeta Isaías, que quieren acercarse a Dios cual si fuesen personas que nada tienen en su conciencia que pueda humillarlos delante de su Criador” (Profeta Isaías, cap. 58, vers. 2). 




                En efecto, fijaos en la manera de entrar de esos Cristianos, los cuales tienen quizá más pecados en la conciencia que cabellos en la cabeza; los veréis entrar con un aire altanero, o mejor, con una actitud que casi es de desprecio para la presencia de Dios. Toman el agua bendita de la misma manera que tomarían agua para lavarse al volver del trabajo; lo hacen sin devoción y, la mayor parte, sin pensar que el agua bendita, tomada con reverencia, nos borra los pecados veniales y nos dispone a oír bien la Santa Misa. 

               Mirad ahora al publicano: teniéndose por indigno de entrar en el templo, va a colocarse en el rincón más obscuro de su recinto; tan confuso se halla bajo el peso de sus pecados, que ni tan sólo se atreve a levantar al cielo sus ojos. Cuán diferente, pues, de aquellos cristianos de nombre, que nunca se hallan bastante cómodos, que únicamente sobre el asiento se arrodillan, que apenas inclinan la cabeza a la Elevación, que se sientan sin muestra alguna de corrección, y frecuentemente con las piernas cruzadas. 

                Y nada digo de aquellas personas que deberían venir a la iglesia, para llorar sus pecados, y se presentan aquí sólo para insultar con sus ostentaciones vanidosas a un Dios humillado y despreciado, sin pensar más que en atraer las miradas de la gente, o bien para avivar el fuego de sus criminales pasiones. 

               ¡Oh, Dios mío!, ¿quién se atreverá a asistir a la Misa con semejantes disposiciones? Mas nuestro publicano, nos dice San Agustín, golpea su pecho, para manifestar a Dios el pesar que experimenta de haberle ofendido» (Homilía sobre el evangelio de la dominica X. después de Pentecostés.). ¡Cuántas gracias, cuántos bienes alcanzaríamos los cristianos, si procurásemos asistir a la Misa con las disposiciones del publicano! ¡Regresaríamos tan cargados de riquezas celestes, como las abejas van cargadas de néctar al volver de un florido vergel! 

                Si el Señor nos hiciese la gracia de que al comenzar la Misa estuviésemos bien penetrados de la grandeza de Jesucristo ante quien estamos, y del peso de nuestros pecados, ¡cuán pronto alcanzaríamos el perdón y la gracia de perseverar!

                Sobre todo, debemos excitar en nosotros durante la Santa Misa grandes sentimientos de humildad, esto es lo que debe sugerirnos el ver al Sacerdote bajando del Altar para rezar el Confíteor, profundamente inclinado, él, que ocupando el lugar de Jesucristo, parece recibir sobre sus hombros todos los pecados de sus feligreses. ¡Ay!, si el Señor nos hiciese comprender de una vez lo que es la santa Misa, ¡cuántas gracias poseeríamos, de que ahora carecemos! ¡De cuántos peligros quedaríamos exentos si tuviésemos gran devoción al oír la Santa Misa...!


Continuará...




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