martes, 8 de marzo de 2022

LA TERRIBLE REALIDAD DEL INFIERNO. Parte VI. En los sueños de San Juan Bosco (II)


              En la noche del Domingo tres de Mayo, festividad del Patrocinio de San José, Don Bosco prosiguió el relato de cuanto había visto en los sueños:

               -Debo contarles otra cosa- comenzó diciendo -que puede considerarse como consecuencia o continuación de cuanto les referí en las noches del jueves y del viernes, que me dejaron tan quebrantado que apenas si me podía tener en pie. Ustedes las pueden llamar sueños o como quieran; en suma, le pueden dar el nombre que les parezca.

               Les hablé de un sapo espantoso que en la noche del 17 de Abril amenazaba tragarme y cómo al desaparecer, una voz me dijo: -¿Por qué no hablas?- Yo me volví hacia el lugar de donde había partido la voz y vi junto mi lecho a un personaje distinguido. Como hubiese entendido el motivo de aquel reproche, le pregunté: -¿Qué debo decir a nuestros jóvenes?




               -Lo que has visto y cuanto se te ha indicado en los últimos sueños y lo que deseas conocer, que te será revelado la noche próxima. Y se retiró. Yo, pues, al día siguiente pensaba continuamente en la mala noche que tendría que pasar y al llegar la hora no me determinaba a irme a acostar. Y así estuve en mi mesa de trabajo entretenido en algunas lecturas hasta la medianoche. Me llenaba de terror la idea de tener que contemplar nuevos espectáculos espantosos. Al fin, haciéndome violencia, me acosté.

               Para no dormirme tan pronto, y por temor a que la imaginación me enfrascara en los sueños acostumbrados, dispuse la almohada de tal forma que estaba en el lecho casi sentado. Pero pronto, cansado como estaba, me dormí sin darme cuenta. Y he aquí que de pronto veo en la habitación, cerca de la cama, al hombre de la noche precedente, el cual me dijo:

               -¡Levántate y vente conmigo! Yo le contesté: -Se lo pido por caridad. Déjeme tranquilo, estoy cansado. ¡Mire! Hace varios días que sufro de dolor de muelas. Déjeme descansar. He tenido unos sueños, espantosos y estoy verdaderamente agotado. Y decía estas cosas porque la aparición de este hombre es siempre indicio de grandes agitaciones, de cansancio y de terror. El tal me respondió: -¡Levántate, que no hay tiempo que perder! Entonces me levanté y lo seguí. Mientras caminábamos le pregunté: -¿Adonde quiere llevarme ahora? -Ven y lo verás. Y me condujo a un lugar en el cual se extendía una amplia llanura. 

               Dirigí la mirada a mi alrededor, pero aquella región era tan grande que no se distinguían los confines de la misma. Era un vasto desierto. No se veía ni un alma viviente, ni una planta, ni un riachuelo; un poco de vegetación seca y amarillenta daba a aquella desolación un aspecto de tristeza. No sabía ni dónde me encontraba, ¿ ni qué era lo que iba a hacer. Durante unos instantes no vi a mi guía. Me pareció haberme perdido. No estaban conmigo ni Don Rua ni Don Francesia ni ningún otro.

               Cuando he aquí que diviso a mi amigo que me sale al encuentro. Respiré y dije: -¿Dónde estoy? -Ven conmigo y lo sabrás. -Bien; iré contigo. El iba delante y yo le seguía sin chistar. (Después de un largo y triste viaje, San Juan Bosco, al pensar que tenía que atravesar una tan dilatada llanura pensaba para sí:) -¡Ay mis pobres muelas! Pobre de mí, con las piernas tan hinchadas... Pero, de pronto, se abrió ante mí un camino. Entonces interrumpí el silencio preguntando a mi guía: -¿A dónde vamos a ir ahora? -Por aquí- me dijo. Y penetramos por aquel camino. Era una senda hermosa, ancha, espaciosa y bien pavimentada. De un lado y de otro la flanqueaban dos magníficos setos verdes cubiertos de hermosas flores. En especial despuntaban las rosas entre las hojas por todas partes. Aquel sendero, a primera vista, parecía llano y cómodo, y yo me eché a andar por él sin sospechar nada. Pero después de caminar un trecho me di cuenta de que insensiblemente se iba haciendo cuesta abajo y aunque la marcha no parecía precipitada, yo corría con tanta facilidad que me parecía ir por el aire. Incluso noté que avanzaba casi sin mover los pies.

               Nuestra marcha era, pues, veloz. Pensando entonces que el volver atrás por un camino semejante hubiera sido cosa fatigosa y cansada, dije a mi amigo: -¿Cómo haremos para regresar al Oratorio? -No te preocupes -me dijo-, el Señor es Omnipotente y querrá que vuelvas a él. El que te conduce y te enseña a proseguir adelante, sabrá también llevarte hacia atrás. El camino descendía cada vez más. 

               Proseguíamos la marcha entre las flores y las rosas cuando vi que me seguían por el mismo sendero todos los jóvenes del Oratorio y otros numerosísimos compañeros a los cuales ya jamás había visto. Pronto me encontré en medio de ellos. Mientras los observaba veo que de repente, ora uno otra otro, comienzan a caer al suelo, siendo arrastrados por una fuerza invisible que los llevaba hacia una horrible pendiente que se veía aún en lontananza y que conducía a aquellos infelices de cabeza a un horno. -¿Qué es lo que hace caer a estos jóvenes?- pregunté al guía. -Acércate un poco- me respondió. Me acerqué y pude comprobar que los jóvenes pasaban entre muchos lazos, algunos de los cuales estaban al ras del suelo y otros a la altura de la cabeza; estos lazos no se veían. Por tanto, muchos de los muchachos al andar quedaban presos por aquellos lazos, sin darse cuenta del peligro, y en el momento de caer en ellos daban un salto y después rodaban al suelo con las piernas en alto y cuando se levantaban corrían precipitadamente hacia el abismo. Algunos quedaban presos, prendidos por la cabeza, por una pierna, por el cuello, por las manos, por un brazo, por la cintura, e inmediatamente eran lanzados hacia la pendiente.

               Los lazos colocados en el suelo parecían de estopa, apenas visibles, semejantes a los hilos de la araña y, al parecer, inofensivos. Y con todo, pude observar que los jóvenes por ellos prendidos caían a tierra. Yo estaba atónito, y el guía me dijo: -¿Sabes qué es esto? -Un poco de estopa- respondí. -Te diría que no es nada -añadió-; el respeto humano, simplemente. 

               Entretanto, al ver que eran muchos los que continuaban cayendo en aquellos lazos, le pregunté al desconocido: -¿Cómo es que son tantos los que quedan prendidos en esos hilos? ¿Qué es lo que los arrastra de esa manera? Y él: -Acércate más; obsérvalo bien y lo verás. Lo hice y añadí: -Yo no veo nada. -Mira mejor- me dijo el guía. Tomé, en efecto, uno de aquellos lazos en la mano y pude comprobar que no daba con el otro extremo; por el contrario, me di cuenta de que yo también era arrastrado por él. 

               Entonces seguí la dirección del hilo y llegué a la boca de una espantosa caverna. Y me detuve porque no quería penetrar en aquella vorágine y tiré hacia mí de aquel hilo y noté que cedía, pero había que hacer mucha fuerza. Y he aquí que después de haber tirado mucho, salió fuera, poco a poco, un horrible monstruo que infundía espanto, el cual mantenía fuertemente cogido con sus garras la extremidad de una cuerda a la que estaban ligados todos aquellos hilos. Era este monstruo quien apenas caía uno en aquellas redes lo arrastraba inmediatamente hacia sí. Entonces me dije: -Es inútil intentar hacer frente a la fuerza de este animal, pues no lograré vencerlo; será mejor combatirlo con la señal de la Santa Cruz y con jaculatorias.

               Me volví, por tanto, junto a mi guía, el cual me dijo: -¿Sabes ya quién es? -¡Oh, sí que lo sé!, -le respondí-. Es el Demonio quien tiende estos lazos para hacer caer a mis jóvenes en el Infierno. Examiné con atención los lazos y vi que cada uno llevaba escrito su propio título: el lazo de la soberbia, de la desobediencia, de la envidia, del sexto mandamiento, del hurto, de la gula, de la pereza, de la ira, etc. Hecho esto me eché un poco hacia atrás para ver cuál de aquellos lazos era el que causaba mayor número de víctimas entre los jóvenes, y pude comprobar que era el de la deshonestidad (impureza), la desobediencia y la soberbia. A este último iban atados otros dos. 

                Después de esto vi otros lazos que causaban grandes estragos, pero no tanto como los dos primeros. Desde mi puesto de observación vi a muchos jóvenes que corrían a mayor velocidad que los demás. Y pregunté: -¿Por qué esta diferencia? -Porque son arrastrados por los lazos del respeto humano- me fue respondido. 

               Mirando aún con mayor atención vi que entre aquellos lazos había esparcidos muchos cuchillos, que manejados por una mano providencial cortaban o rompían los hilos. El cuchillo más grande procedía contra el lazo de la soberbia y simbolizaba la meditación. Otro cuchillo, también muy grande, pero no tanto como el primero, significaba la lectura espiritual bien hecha. Había también dos espadas. Una de ellas representaba la devoción al Santísimo Sacramento, especialmente mediante la comunión frecuente; otra, la devoción a la Virgen María. Había, además, un martillo: la confesión; y otros cuchillos símbolos de las varias devociones a San José, a San Luis, etc., etc.

               Con estas armas no pocos rompían los lazos al quedar prendidos en ellos, o se defendían para no ser víctimas de los mismos. En efecto, vi a dos jóvenes que pasaban entre aquellos lazos de forma que jamás quedaban presos en ellos; bien lo hacían antes de que el lazo estuviese tendido, y si lo hacían cuando éste estaba ya preparado, sabían sortearlo de forma que les caía sobre los hombros, o sobre las espaldas, o en otro lado diferente sin lograr capturarlos. 

               Cuando el guía se dio cuenta de que lo había observado todo, me hizo continuar el camino flanqueado de rosas; pero a medida que avanzaba, las rosas de los linderos eran cada vez más raras, empezando a aparecer punzantes espinas. Finalmente, por mucho que me fijé no descubrí ni una rosa y, en el último tramo, el seto se había tornado completamente espinoso, quemado por el sol y desprovisto de hojas; después, de los matorrales ralos y secos, partían ramajes que al tenderse por el suelo lo cubrían, sembrándolo de espinas de tal forma que difícilmente se podía caminar. 

               Habíamos llegado a una hondonada cuyos acantilados ocultaban todas las regiones circundantes; y el camino, que descendía cada vez de una manera más pronunciada, se hacía tan horrible, tan poco firme y tan lleno de baches, de salientes, de guijarros y de piedras rodadas, que dificultaba cada vez más la marcha. Había perdido ya de vista a todos mis jóvenes; muchísimos de ellos habían logrado salir de aquella senda insidiosa, dirigiéndose por otros atajos.


Memorias Biográficas de San Juan Bosco, Tomo IX


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