martes, 15 de agosto de 2023

EL TRÁNSITO Y LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA, según los escritos de la mística María Valtorta

 

               La Santísima Virgen al Apóstol San Juan: "Siento que dejaré de estar en la Tierra, Yo por exceso de amor, co­mo Él murió por exceso de dolor. Mira, la medida de Mi capacidad de amar ha llegado a su colmo. ¡Mi Alma y mi Cuerpo no pueden ya contenerla! El Amor rebosa de ellos, me absorbe, me sumerge y me eleva al mismo tiempo hacia el Cielo, hacia Dios, Mi Hijo. Y Su voz me dice: ¡Ven! ¡Sube a Nuestro Trono y a Nuestro abrazo trino!. ¡La Tierra, todo lo que Me rodea, desaparece ante la inmensa luz que me viene del Cielo! ¡Los sonidos se esfuman ante esta voz celes­tial! ¡Ha llegado para Mí la hora del abrazo divino, Juan!".




               Juan, que, escuchando a María, se había calmado un poco aunque permanecía turbado, y que en la última parte de sus palabras la mi­raba extático, casi arrobado también él, palidísimo su rostro como el de María, cuya palidez de todas formas se va lentamente transformando en una luz bellísima, acude a Ella para sujetarla mientras exclama: "¡Tu aspecto es como el de Jesús cuando se transfiguró en el Tabor! ¡Tu cuerpo resplandece como luna, Tus ves­tidos brillan como diamante colocado ante una llama blanquísima! ¡Ya no eres humana, Madre! ¡La pesantez y la opacidad de Tu Cuerpo han desaparecido! ¡Eres luz! Pero no eres Jesús. Él, siendo Dios además de Hombre, podía sostenerse por Sí solo en el Tabor, como aquí en el Monte de los Olivos en Su Ascensión. Tú no puedes. No te sostienes. Ven. Te ayudaré a reposar sobre Tu lecho Tu cuerpo cansado y dichoso. Descansa". 

                Y, amorosamente, la lleva hasta el modesto lecho sobre el que María se extiende, sin quitarse si quiera el manto. Recogiendo los brazos sobre el pecho, bajando los párpados sobre Sus dulces ojos, llenos de amor, dice a Juan, que está inclinado hacia Ella: "Yo estoy en Dios y Dios en Mí. Mientras le contemplo y siento Su abrazo, di los Sal­mos, y las otras páginas de la Escritura que a Mí se refieren, sobre todo en es­ta hora. El Espíritu de Sabiduría te las indicará. Recita luego la ora­ción de Mi Hijo; repíteme las palabras del Arcángel anunciador y las que Me dijo Isabel, y Mi Himno de alabanza… Yo te seguiré con lo que de Mí tengo todavía en la Tierra…". 

               Juan, luchando contra el llanto que le brota del corazón, esforzándose en dominar la emoción que le turba, con esa su bella voz que con el correr de los años se ha hecho muy semejante a la de Jesús —lo cual observa María con una sonrisa diciendo: "¡Me parece  tener a Mi lado a Mi Jesús!"— empieza el Salmo 118, que re­cita casi entero, después los tres primeros versos del Salmo 41, los ocho primeros del 38, el Salmo 22 y el Salmo 1. Luego recita el Paternoster, repite las palabras de Gabriel e Isabel, el Cántico de Tobías, el Capítulo 24 del Eclesiástico desde el verso 11 al 46; por último entona el "Magnífi­cat". Pero, en llegando al verso noveno, cae en la cuenta de que María ya no respira, aunque no ha cambiado nada de Su aspecto, sino que sigue sonrien­te, plácida, como si en Ella no hubiera cesado la vida.

               Juan prepara la habitación y coloca flores y ramas de olivo alrededor del cuerpo yacente de la Virgen, cuyo rostro brilla de gozo sobrenatural. Juan, lanzando un grito de dolor, se arroja al suelo, contra el borde del lecho; y llama, llama a María. No quiere convencerse de que Ella ya no puede responderle; de que Su cuerpo ya no tiene el alma vital. Pero debe rendirse ante los hechos. Se inclina sobre el rostro de la Vir­gen, en que brilla una huella de gozo sobrenatural, y copiosas lágrimas llueven de los ojos de Juan para caer sobre ese rostro delicado, sobre esas hermosas manos tan dulcemente cruzadas sobre el pecho. Es el único baño que recibe el cuerpo de María: el llanto del Apóstol, de su amor, su amor de hijo adoptivo por voluntad de Jesús. 

               Pasado el primer ímpetu de dolor, Juan, acordándose del deseo de la Virgen, recoge los extremos del amplio manto de lino, que pendían de las orillas del lecho, y los del velo, que penden de la almohada, y extiende los primeros sobre el cuerpo, y los segundos sobre la cabeza. María ahora semeja a una estatua de cándido mármol extendida sobre la tapa de un sarcófago. Juan la contempla durante largo tiempo, y, mirándola, nuevas lágrimas caen de sus ojos. Le di­ce: "Fuiste siempre el lirio de los valles, la delicada rosa, el fértil olivo, la fructífera viña, la espiga santa. Nos has dado Tus perfumes, el Aceite de la vida y el Vino de los fuertes y el Pan que preserva de la muerte al espíritu de los que dignamente se nutren de Él. Bien están estas flores en torno a Ti, como Tú sencillas y puras, como Tú adornadas de espinas como las que tuviste en vida y, como Tú, pacíficas". 

               ¿Cuántos días habrán pasado? Difícil de adivinar. Si se juzga por las flores que cual corona rodean el cuerpo exánime, se debe decir que han pasado pocas horas, pero si se juzga por las ramas marchitas de olivo sobre las que están las flores frescas, y por las otras flores secas puestas —cada una de ellas como una reliquia— sobre la tapa del arca, se puede decir que han  pasado ya varios días. Pero el cuerpo de María está como si hubiera acabado de morir. Ninguna señal de muerte en Su rostro, en Sus pequeñas manos. Ningún olor desagradable en la habitación, más bien se siente un perfume indescriptible que huele a mezcla de incienso, lirios, rosas, violetas, hierbas de la montaña. 

               Juan, que tal vez hace varios días vela, se ha dormido de cansancio. Está sentado sobre un banco con la espalda apoyada contra la pared, cerca de la puerta abierta que da  a la terraza. La luz de la lámpara, que está en el suelo, le ilumina de abajo hacia arriba y deja ver su cara fatigada, palidísima, y sus ojos enrojecidos de tanto llorar. Debe haber ya amanecido; en efecto, su débil claror hace visibles la terraza y los olivos que rodean a la casa, un claror que se va haciendo cada vez más intenso y que, entrando por la puerta, hace que puedan distinguirse mejor los objetos de la habitación, de esos objetos que, debido a la escasa luz de la lámpara, antes apenas podían distinguirse. 

                De repente, una gran luz llena la habitación, una luz argentada, con tonalidades de azul, casi fosforescente; aumenta sin cesar, anulando la luz del alba y la de la lámpara. Una luz igual que la que inundó la gruta de Belén cuando nació Jesús. Luego, en medio de esta luz paradisíaca, se ven seres angelicales, una luz aún más brillante en la luz, ya de por sí poderosísima, que ha aparecido antes. Como sucedió cuando los Ángeles se aparecieron a los pastores, una danza de chispas de innumerables colores se desprende de sus alas dulcemente batidas, de las que brota un armónico susurro, como de arpa, dulcísimo. 

               Los seres angelicales rodean el lecho, se reclinan hacia él, levantan el cuerpo inmóvil y, con un batir más fuerte de sus alas —que aumenta el sonido que antes existía—, por una abertura que se ha abierto milagrosamente en el techo —como prodigiosamente se hizo a un lado la piedra en el Sepulcro de Jesús—, se van, llevándose consigo el cuerpo de su Reina, cuerpo santísimo, sin duda, pero todavía no glorificado y, por tanto, sujeto a las leyes de la materia, sujeción que no tuvo el Cuerpo de Jesús porque cuando resucitó de la muerte ya estaba glorificado. 



               El sonido producido por las alas aumenta, y es ahora tan fuerte como el sonido de un órgano. Juan, que dos o tres veces se ha movido sobre su banco, semidormido, se despierta ante la luz potente que le hiere y ante el sonido de las alas angelicales; y se despierta totalmente por ese sonido potente y por una fuerte corriente de aire que, descendiendo del techo abierto y saliendo por la puerta abierta, forma como un remolino que mueve las mantas del lecho, ya vacío, y los vestidos de Juan, y que apaga la lámpara y cierra, con un golpe fuerte, la puerta abierta. 

               El Apóstol, todavía amodorrado, mira a su alrededor, para ver lo que sucede. Se da cuenta de que el techo está vacío, y que no hay techo. Comprende que ha sucedido un prodigio. Corre hacia afuera, a la terraza y, como por instinto espiritual, o por llamada celeste, levanta la cabeza protegiéndose sus ojos con una mano para que no le moleste el sol naciente. Y ve. Ve el cuerpo de María, todavía sin vida, semejante al cuerpo de alguien que está dormido, que sube cada vez más, sostenido por el grupo angelical. Como dirigiendo un postrer saludo, un extremo del manto y del velo se mueven, tal vez movidos por la acción del viento producido por la rápida asunción y por el movimiento de las alas angelicales; y unas flores, las que Juan había colocado y renovado alrededor del cuerpo de la Virgen, y que se habían quedado entre los pliegues de las vestiduras, llueven sobre la terraza y sobre la tierra del Getsemaní, mientras un "Hosanna" poderoso del grupo angélico se escucha cada vez más lejano. 

               Juan sigue mirando fijamente a ese cuerpo que sube hacia Cielo y, no cabe duda, por una gracia que Dios le concede, para consolarle y premiarle por su amor a su Madre adoptiva, ve, con claridad, que María, envuelta ahora en los rayos del sol, que ya ha salido, sale del éxtasis que le ha separado el alma del cuerpo, vuelve a la vida y se pone en pie, porque ahora Ella también goza de los dones propios de los cuerpos glorificados. 

               Juan mira, mira. El Milagro, que Dios le concede, le da la facultad, contra toda ley natural, de ver a María, como es ahora mientras sube en rapto hacia el Cielo, rodeada, ya no ayudada a subir, por los Ángeles que entonan cantos de júbilo. Y Juan se siente arrebatado por esa visión de hermosura que ninguna pluma usada por mano humana, ninguna palabra humana ni obra alguna de artista podrán jamás describir o reproducir, porque es de una belleza indescriptible. 

               Juan, que sigue apoyado en el antepecho de la terraza, sigue mirando fijamente esa espléndida y resplandeciente Forma de Dios —pues realmente puede llamarse así a María, formada en modo único por Dios, que la quiso Inmaculada, para que diese forma al Verbo cuando se encarnara—  que sube cada vez más.  

               Y un último, extraordinario prodigio concede Dios a Juan: el de ver el encuentro de la Madre Santísima con Su Hijo Santísimo, quien —también Él espléndido y resplandeciente, hermoso con una hermosura indescriptible— baja del Cielo, se encuentra con Su Madre, la estrecha contra Su pecho y, juntos, más resplandecientes que dos astros mayores, con Ella regresa al lugar de donde ha venido.


Nuestro Señor a la mística María Valtorta



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