lunes, 15 de septiembre de 2025

LOS SIETE DOLORES de MARÍA NUESTRA SEÑORA y MADRE, Corredentora de las almas


"¿A qué Te compararé? ¿A qué Te asemejaré, 
oh hija de Jerusalén? ¿A qué Te igualaré 
para consolarte, oh Virgen Hija de Sión? 
Porque grande como el mar es Tu destrucción" 

Libro de las Lamentaciones, cap. 2, vers. 13



              ¿Quién es esta Virgen de la que habla el Profeta con un tono tan triste? ¿Por qué es Su dolor tan profundo, que no se compara con ningún otro? Ciertamente, dudaríamos en creer que Jeremías se refería a la Inmaculada Madre de Jesús, si no fuera por el relato evangélico, que la retrata junto a la Cruz de Su Hijo moribundo.

                    Sí, es María, la incomparable Virgen de Judá, cuya alma pura jamás fue manchada por la más mínima mancha de pecado, y sobre cuya cabeza, sin embargo, se acumularon innumerables sufrimientos. Al predestinarla a ser Madre del Verbo, Dios también decretó que se convirtiera en Reina de los Mártires, pues le correspondía compartir todos los dolores que Su Divino Hijo soportó durante los treinta y tres años de Su vida mortal, y unir Sus propios sufrimientos a los del Verbo Encarnado, por la salvación de la Humanidad.

                    Con Jesús, María experimentó las penas del exilio, y con Él bebió los últimos sorbos de aquella amarga copa preparada por la malicia de los hombres para el Redentor del mundo. Los ultrajes dirigidos contra el Dios-Hombre recayeron sobre Ella, y se convirtió, en verdad, en la más afligida de las madres. Ofreció a Dios en el Calvario la Santa Víctima, y ​​soportó sin pestañear la amargura de la muerte. Finalmente, Su último y supremo dolor fue acompañar el adorable Cuerpo de Su Hijo al sepulcro: entonces Su desolación alcanzó Su clímax: «Me ha dejado desolada, consumida de dolor todo el día».

                    Cuando nos detenemos a considerar las cosas de este mundo, percibimos que esta tierra es un lugar de trabajo y angustia, no de alegría y descanso. Los afligidos constituyen la mayor parte de la humanidad, y los escasos consuelos que nos llegan no están exentos de una pizca de amargura.

                    Para el hombre mundano, interesado únicamente en el placer y el disfrute, la ley del dolor parece extremadamente dura: no puede someterse a ella, lo irrita y siempre está en busca de la fugaz imagen de la felicidad que se escapa de su alcance.

                    El hombre de Fe, en cambio, acostumbrado a contemplar todas las cosas a la luz de la Gracia de Dios, reconoce una admirable disposición de la Providencia en la ley del sufrimiento. Lejos de rebelarse contra esta ley, se somete a ella, la adora y se humilla bajo la mano que castiga. Bendice esta mano paternal tanto cuando golpea como cuando concede favores y gracias. El hombre de Fe comprende que Dios solo golpea para sanar, que esta tierra no es nuestra verdadera patria y que el sufrimiento es necesario para expiar el pecado. Ahora bien, ¿no somos todos pecadores? No nos preguntemos, entonces, si estamos llamados a sufrir.

                    Oh María, compañera inseparable de Jesús Crucificado, enséñame el secreto de esta divina ley del dolor, para que, en Tu escuela, aprenda, en virtud de los méritos de Jesucristo y de los tuyos, a someterme con corazón dispuesto a las disposiciones de la Providencia sobre mí.

                    María, exenta de todo pecado, no estaba naturalmente sujeta a la ley del dolor; como Adán en el Jardín del Edén, sólo habría experimentado alegría y gozo. Y sin duda, así habría sido si hubiera sido una criatura común y corriente. Pero en los Designios de Dios, María estaba predestinada a ser la Obra Maestra de la Gracia, y le correspondía pasar por el sufrimiento para alcanzar la perfección a la que había sido llamada.



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                    Además, como Madre del Redentor, María debía cooperar, cuanto una criatura podía hacerlo, con Jesucristo en la Obra de nuestra Redención, así como Eva en el Paraíso Terrenal había tenido parte en provocar nuestra ruina; y como el Salvador debía restaurarnos mediante el sufrimiento, así María debía beber con Él el cáliz amargo.

                    Además, estando María destinada a ser Madre del Género Humano, era necesario que conociera el dolor, para poder compadecerse de las miserias de Sus hijos nacidos en la tierra.

                    El Alma de María, por tanto, se sintió abrumada y sumida en una amargura solo superada por la de Su Hijo. «¡Oh todos los que pasáis por el camino, prestad atención y ved si hay dolor como el Mío!»


Extraído de "La más bella flor del Paraíso" 
escrito por el Cardenal Alexis-Henri-Marie Lépicier, 
de la Orden de los Siervos de María



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