sábado, 27 de septiembre de 2025

MARÍA NUESTRA SEÑORA y MADRE, Estrella de la mañana


"Sus cimientos están en los montes santos; 
el Señor ama las puertas de Sión 
más que todas las tiendas de Jacob"

Salmo 86:1,2



                    Cuando llegó el momento señalado por Dios para enriquecer a la humanidad con nuevas gracias de salvación, la Santísima Virgen María fue dada a la tierra. El mundo estaba entonces sumido en la oscuridad del paganismo: incluso el pueblo elegido, ingrato a Dios y olvidado de las promesas divinas, mantenía solo ciertas observancias externas de la Ley, completamente inadecuadas para dar vida espiritual. Entonces, ¡he aquí!, como el amanecer, la Virgen Inmaculada apareció en la tierra para iluminarla con una nueva luz de Fe y Amor. Pues el Nacimiento de María anunció la proximidad del Sol de Justicia, que disiparía las tinieblas de la muerte y mostraría al hombre el camino al Cielo.

                    María, al nacer, no solo era Inmaculada, sino que también poseía una gracia muy superior a la que Adán y Eva recibieron en el primer momento de su formación en el paraíso terrenal. La gracia de la santificación con la que María fue entonces adornada superó incluso la gracia consumada del más alto Serafín, pues estaba destinada a concebir y dar a luz a Jesucristo, el verdadero Hijo de Dios.

                    Incluso podemos decir de María que comenzó su vida mortal en un grado de Santidad superior al alcanzado por los más altos Santos al final de su carrera: “Sus cimientos están sobre los santos montes”.

                    Es bastante defendible la opinión de que María, en el primer instante de Su Concepción, recibió el uso de razón para que, por un movimiento espontáneo de Su Voluntad, pudiera volverse hacia Dios y así consentir libremente la Obra de la Gracia en su alma. En consecuencia, María conoció a Dios desde Su primera llegada a este mundo: pudo, por tanto, ofrecerse en ese momento por completo a la Divina Majestad, consagrándose en cuerpo y alma al servicio del Altísimo.

                    Jesucristo, al venir a este mundo, se dirigió así a Su Padre Eterno: «Sacrificio y oblación no quisiste; pero me preparaste un cuerpo; los holocaustos por el pecado no te agradaron. Entonces —dije—, he aquí que vengo; en la cabecera del libro está escrito de mí, para que haga Tu voluntad, oh Dios».

                    De igual manera, María, antes de conocer su elección a la dignidad de Madre de Dios, se ofreció sin reservas al Señor para que Él hiciera con Ella lo que le placiera y se dignara aceptarla como víctima de expiación por los pecados de los hombres. De esta manera, María trazó los lineamientos de una vida que sería en perfecta semejanza con la de Jesucristo, pues la clave de toda Su existencia sería la semejanza con Su Divino Hijo.

                    ¡Oh, cuán grata a Dios fue esta ofrenda! ¡Con qué complacencia contemplaron las Tres Personas de la Santísima Trinidad a este Niño Celestial, que un día les procuraría tal Gloria!.

                    Esfuérzate, alma mía, por imitar a María en la oblación de ti mismo a Dios; renueva con frecuencia esta ofrenda, diciendo con el Profeta Real: «Mi corazón está dispuesto, Dios mío, mi corazón está dispuesto». «Enséñame a hacer Tu Voluntad, porque Tú eres mi Dios».

                    La gracia con que María fue enriquecida desde Su entrada en este mundo, y la dote de virtudes sobrenaturales con que entonces fue adornada, son motivo suficiente para compararla con una hermosa ciudad, donde las Tres Divinas Personas se deleitaron en morar: «Cosas gloriosas se dicen de ti, oh ciudad de Dios». El Espíritu Santo se agradó de esta morada, mucho más que del Templo de Jerusalén hecho por manos humanas; por eso nunca cesó de llenarlo de gracias nuevas y preciosas.

                    La gracia continuó creciendo en el Alma de María desde el primer uso de la razón hasta su última acción mortal. Correspondiendo incesantemente a la inspiración del Espíritu Santo con todas Sus fuerzas, duplicó e incluso triplicó una y otra vez la gracia que había en Ella. ¿Cómo, entonces, podemos estimar la suma de Su riqueza espiritual acumulada cuando llegó el momento en que Su Divino Esposo se complació en llamarla a sí?.

                    El Beato Joaquín Piccolomini, figura destacada de la Orden de los Siervos de María, nació en Siena en el seno de una familia noble. Desde pequeño cultivó una tierna devoción a la Santísima Virgen, y era su gran deleite rezar el Avemaría. A los trece años, la misma Virgen lo llamó a la vida religiosa. En consecuencia, dejando el hogar paterno, pidió ser admitido en la Orden de los Siervos de María, y fue recibido y revestido por San Felipe Benizi.

                    Gracias a la protección especial de Nuestra Señora, se mantuvo inmune de todo pecado grave y, en especial, evitó todo lo contrario a la santa pureza. Se esforzó por ejercitarse en la penitencia y la mortificación; pero la virtud que más brilló en él fue su ardiente caridad hacia el prójimo, y en esto dio a todos un ejemplo notable. Un día se encontró con un epiléptico a quien hizo todo lo posible por consolar, pero el enfermo no escuchó sus amables palabras, sino que reprendió a Joaquín, diciendo: «Mejor toma esta enfermedad sobre ti y Yo te consolaré».

                    Al oír esto, el santo hombre se arrodilló de inmediato ante el crucifijo y rogó a Nuestro Señor que le transfiriera la aflicción del infeliz. En ese instante, el enfermo sanó por completo y Joaquín contrajo la terrible enfermedad que soportó con paciencia hasta su muerte.

                    Pero este sufrimiento no satisfizo su caridad, y oraba continuamente para parecerse cada vez más a su Señor Crucificado. Su deseo se cumplió, pues todo su cuerpo comenzó a cubrirse de llagas que le consumían la carne hasta los huesos. Soportó todo esto con gran alegría y paciencia, y a pesar de las súplicas de sus hermanos, no pidió ser liberado mediante una curación milagrosa.

                    Hacia el final de Su vida, Nuestra Señora lo honró con una visión en la que le mostró dos coronas preparadas para él en el Cielo: una por su martirio voluntario y la otra por sus grandes virtudes. Pidió la gracia de morir el Viernes Santo y su oración fue escuchada. Pues cuando sus hermanos se reunieron a su alrededor ese día y se leía la Pasión en la iglesia, al oír estas palabras: «En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu», expiró en paz. Esto fue el 16 de Abril de 1305. Nuestro Señor se complació en glorificar a Su Siervo con muchos milagros, que se obtuvieron y se siguen obteniendo por su intercesión.


Extraído de "La más bella flor del Paraíso" 
escrito por el Cardenal Alexis-Henri-Marie Lépicier, 
de la Orden de los Siervos de María



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