Toda la gloria de la hija del Rey
está dentro de los bordes de oro,
vestida de variedades por todos lados
De todos los bienes terrenales, el honor es generalmente el más estimado. Por su naturaleza, el honor es la recompensa adecuada a la virtud, a cuya adquisición sirve de incentivo. Pero se convierte en un peligro cuando se busca por medios ilícitos o cuando lo atribuimos exclusivamente a nosotros mismos, es decir, sin referencia a Dios, fuente de todo verdadero honor. El ejemplo de María es la luz que debe guiar nuestra conducta en este sentido.
Elegida entre todas las criaturas para ser Madre del Verbo Encarnado, aclamada «llena de gracia» por el Ángel Gabriel, proclamada por Santa Isabel «Bendita entre todas las mujeres», María no se envaneció en absoluto, sino que refirió a Dios las alabanzas que se le daban. «Mi alma engrandece al Señor, y Mi espíritu se regocija en Dios, Mi Salvador, porque ha mirado la humildad de Su esclava».
Jesús vino a esta tierra no para ser honrado, sino para ser humillado y despreciado, hasta parecer «un gusano y no un hombre: el oprobio de los hombres y el marginado del pueblo». Siguiendo el ejemplo de Jesús, María, durante toda la vida pública de Su Hijo, huyó de los honores y solo apareció en Su compañía para compartir con Él la copa de la amargura y el desprecio: «Los oprobios de los que te injuriaban han caído sobre mí».
El alma que teme a Dios y anhela únicamente Su Gloria no rehúye las humillaciones; al contrario, las acepta con resignación y alegría. Y junto con ellas, abraza también la pobreza voluntaria. Sabe que las riquezas son, por su propia naturaleza, un impedimento para la Caridad, al alimentar la sensualidad, apartar al alma del servicio a Dios y embotar su sentido de dependencia de Él.
Además, las riquezas tienden a dificultar mucho la práctica de la Caridad, pues esta virtud divina es incompatible con el apego a los bienes terrenales. Por esta razón, nuestro Divino Salvador nos enseñó que la renuncia a los bienes de este mundo es el fundamento sobre el que reposa la perfección de la Caridad; y, para unir ejemplo y precepto, Él mismo «siendo rico, se hizo pobre por nosotros».
María, por tanto, aunque de sangre real, vivió con su fiel esposo, San José, en la mayor pobreza. Se ganaba el pan de cada día con el trabajo de Sus manos. Es más, en el momento del Nacimiento de Jesús, Su pobreza era tan grande que ni ella ni San José encontraban sitio en las posadas del pueblo. El Creador del mundo debía ser acostado en un pesebre tosco. Pero el amor ardiente de María compensa con creces la pobreza del pesebre.
¡Oh santa pobreza, tan despreciada y, sin embargo, tan querida al Corazón de Jesús, que dijo: «Bienaventurados los pobres de espíritu»! ¡Oh, que pueda hacerte mía; que, pisoteando los bienes de este mundo, sólo aspire a los bienes imperecederos de la Eternidad!.
El alma que desea conservar en sí el Temor de Dios debe cuidar que un apego desordenado a los honores y las riquezas no la aparte del camino de la virtud. Cuando reflexionamos seriamente que la gloria terrenal es transitoria y que los bienes de este mundo son efímeros, no nos cuesta despreciar lo que no puede proporcionarnos la verdadera felicidad.
Para que nuestros corazones se llenen del amor de Dios, deben vaciarse de todo apego terrenal. Pero, además, el alma que verdaderamente agrade a Jesús irá más allá: renunciará con generosidad a todos los bienes de este mundo y abrazará la humildad y la pobreza de la Cruz.
¡Feliz el discípulo de Cristo que sabe cómo pisotear honores y riquezas!. Junto con la Caridad Divina, el Temor de Dios morará en él, como prenda de una Eternidad Bendita.
El Beato Francisco Patrizi de Siena parecía predestinado a convertirse en uno de los mayores siervos de María. Incluso antes de nacer, su madre Reginalda soñó que engendraba un lirio bellísimo que adornaría la imagen de Nuestra Señora. De niño, adquirió la costumbre de rezar quinientas Avemarías a la vez, haciendo otras tantas genuflexiones ante la estatua de la Reina del Cielo.
A los veinte años tuvo una visión maravillosa. Nuestra Santísima Virgen se le apareció rodeada de ángeles y lo invitó tiernamente a consagrarse por completo a Su servicio en la Orden de Sus Siervos. Habiendo cumplido el deseo de María, comenzó a progresar extraordinariamente en santidad bajo la guía de San Felipe Benizi. Al ser Sacerdote, su mayor anhelo era celebrar el Sacrificio de la Misa con fe y devoción vivas.
Penetrado por la grandeza de su vocación como Siervo de María, se entregó con todo el ardor de su alma al servicio de Nuestra Señora, exhortando a todos, tanto desde el confesionario como desde el púlpito, a amar y servir fielmente a esta Reina Celestial. De esta manera, logró conducir a muchas almas al más alto grado de Santidad. Todo el tiempo que le quedaba de su Ministerio lo dedicó a intensificar sus oraciones, especialmente al rezo del Ave María y a cantar las alabanzas de Nuestra Señora.
Semejante piedad no podía quedar sin recompensa. Un día, mientras Francisco se dirigía a predicar a un pueblo vecino, y sintiéndose demasiado cansado para llegar a su destino, se sentó junto al camino para descansar un poco. La Reina del Cielo se le apareció entonces bajo la apariencia de una noble dama y le regaló un ramo de rosas frescas, cuya fragancia lo reconfortó. Pero sentía que su fin se acercaba. A punto de morir, tuvo de nuevo el consuelo de ver a Nuestra Señora, quien se le apareció en todo su esplendor, llamándolo al Paraíso. Lleno de virtudes y méritos, murió en la Festividad de la Ascensión de 1328, pronunciando las palabras de Cristo en la cruz: «Padre, en Tus manos encomiendo mi espíritu».
Después de su muerte, brotó de su boca un hermoso lirio que llevaba en sus hojas la leyenda "Ave María", testigo evidente y signo perpetuo del placer que sentía la Reina del Cielo por los innumerables y fervientes actos de culto y reverencia que le ofrecían este fidelísimo Siervo.


No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.