Josefa Menéndez y del Moral nació en el barrio madrileño de Lavapiés, el 4 de Febrero de 1890. Segunda hija de un matrimonio muy cristiano: su padre, Leonardo, también madrileño, fue un reconocido militar de artillería, educado en los Padres Escolapios; la madre de Josefa se llamaba Lucía, era natural del pueblo de Loeches, caracterizada por ser una mujer fuerte y piadosa, entregada de lleno a sus labores de esposa y de madre. Los padres procuraron el Bautismo de Josefa tan solo cinco días después del nacimiento de la niña: sería acristianada el 9 de Febrero en la Iglesia de San Lorenzo, "la Parroquia de las Chinches", conocida así por lo pobre y ruinoso que era el templo.
El modesto hogar fue duramente golpeado por la muerte de Francisco, el primogénito de la prole, que situaría a Josefa en dicho lugar. A la edad de cinco años Josefa recibió la Confirmación, y el Espíritu Santo se apoderó del pequeño Instrumento para hacerlo dócil a la acción divina. Tenía siete años cuando se confesó por primera vez, en un Primer Viernes, día memorable en su vida, del que escribía más tarde: "3 de Octubre de 1897: Mi primera confesión. ¡Si siempre tuviera la misma contrición de aquel día!". Su Confesor y Director fue el afamado Padre José María Rubio, que admirando las aptitudes sobrenaturales de la niña, la inició a una vida interior proporcionada a su edad. Le enseñó a sembrar de jaculatorias los días y las horas y, poco a poco, Josefa se acostumbró a conversar con el Huésped Divino de su alma, en cuya Presencia vivía. Para formarla en la oración mental el Padre Rubio le dio el libro "El Cuarto de Hora de oración".
Cumplidos los once años, por recomendación de su Director Espiritual, Padre José María Rubio, la admitieron las Religiosas de María Reparadora en el grupo de niñas que, por las tardes, se reunían para prepararse a la Primera Comunión, y los deseos de Josefa se enardecían a la perspectiva de tan dichoso día. Cuando llegó su Primera Comunión escribiría: "Desde hoy, 19 de Marzo de 1901, prometo a mi Jesús, delante del Cielo y de la tierra, poniendo por testigos a mi Madre la Virgen Santísima y a mi Padre y Abogado San José, guardar siempre la preciosa virtud de la virginidad, no teniendo otro deseo que agradar a Jesús, ni otro temor que desagradarle...". Josefa conservó preciosamente el testimonio de su primera ofrenda, la repetiría cada vez que comulgaba y la hojita amarillenta, escrita con gruesos caracteres de letra infantil, fue hasta su muerte el tesoro de su fidelidad. La Sagrada Comunión era la felicidad de Josefa, y desarrollaba en su corazón los inicios de las virtudes sólidas que ya se revelaban en ella.
A los trece años sus padres la envían al "Taller del Fomento del Arte", mientras que sus hermanas estudiarían en el Colegio del Sagrado Corazón en la Calle de Leganitos, donde educaban las Religiosas a las que Josefa se uniría más adelante. En el interior de la familia reinaba el bienestar y la felicidad; la mayor recompensa de las niñas era, por aquel tiempo, un pequeño viaje al pueblo de Loeches, para visitar a su tía materna, la Madre Priora del Carmelo. Cuando las pequeñas regresaban a casa jugaban "a los conventos": rezaban el oficio en coro, imitaban, con más o menos realismo, las penitencias del claustro. "Pepa" -como llamaban en casa a Josefa- participaba también, pensando interiormente que para ella todo aquello era más que un juego.
Para complacer a sus padres, Josefa comenzó a trabajar en el taller de una conocida modista de Madrid; allí la joven conocería y sufriría la frivolidad del mundo, un ambiente que en nada era comparable al de su hogar, donde rezaban en familia y tenían a Dios como único y soberano Bien. El sufrimiento, que debía imprimir su huella en toda la vida de Josefa, pronto penetró en la familia: en 1907 moría su hermana Carmen a los doce años de edad. Poco después, la abuela materna siguió a la niña al sepulcro. La muerte de la pequeña dejaría a los padres sumidos en una pena que les tocó para siempre, y Josefa se convirtió entonces en la enfermera de sus padres y en el sostén económico de su familia.
La última enfermedad y muerte del padre de Josefa, en Abril de 1910, fue piadosamente asistida por el Reverendo Padre Rubio, dejando a la jovencita como único apoyo de su madre y de dos hermanas, a las que sostenía con su trabajo. Josefa hábil costurera, conoció las privaciones y preocupaciones, el trabajo asiduo y las vigilias prolongadas de la vida obrera, pero su alma enérgica y bien templada vivía ya del amor del Corazón de Jesús, que le atraía a sí irresistiblemente. Su carácter jovial, el ardor que ponía en todo, su intuición para adivinar lo que agradaba a los demás, olvidándose a sí misma, hacían de ella el alma de su hogar en el que todo era dicha y unión y donde las alegrías mejores iban siempre marcadas con el sello de la Fe. Durante mucho tiempo deseó la vida religiosa, sin que le fuese dado romper los lazos que la unían al mundo; su trabajo era necesario a los suyos y su corazón, tan amante y tan tierno, no se resolvía a separarse de su madre, que a su vez creía no poder vivir sin el cariño y el apoyo de su hija mayor. Un profundo dolor la hirió cuando su hermana Mercedes obtuvo el consentimiento materno en 1911, y la precedió como religiosa en la Sociedad del Sagrado Corazón en el Noviciado de Chamartín, en Madrid.
Por fin, el 5 de Febrero de 1920, Josefa dejaba a otra hermana, Ángela, ya en edad al cuidado de su madre y abandonaba su casa y su Patria querida, para seguir más allá de la frontera a Aquél cuyo amor divino y soberano tiene derecho a pedírselo todo. Sola y pobre se presentó en Poitiers, en el convento del Sagrado Corazón de los Feuillants, santificado en otros tiempos por la estancia en él de Santa María Magdalena Sofía Barat. Allí se había reanudado hacía poco la obra de la Santa Fundadora y a su Sombra florecía de nuevo un Noviciado de Hermanas Coadjutoras del Sagrado Corazón. Nadie pido sospechar los designios divinos que ya empezaban a ser realidad. Sencilla y laboriosa, entregada por completo a su trabajo y a su formación religiosa, Josefa en nada se distinguía de las demás, desapareciendo en el conjunto.
A finales de Junio de 1920 Sor Josefa sería agraciada con la experiencia mística de adentrarse en la Herida del Sagrado Corazón: "Vi cómo se habría aquella hendidura, por la que antes no podía pasar y me ha dado entender la felicidad que me esperaba si soy fiel a todas las gracias que Él me tiene preparadas... Yo no veía el término de este abismo, porque es como un espacio inmenso, lleno de luz... así he pasado la oración y parte de la Misa. Pero poco antes de la Elevación, mis ojos, ¡estos pobres ojos míos! han visto a mi amado Jesús... al único deseo de mi alma... a mi Dios y Señor... Su Corazón en medio de aquella gran hoguera... ni puedo decir lo que he sentido, porque es imposible... Pero quisiera que el mundo entero conociera el secreto de ser feliz: todo consiste en amar y abandonarse, Jesús se encarga de lo demás. Estando así anonada en presencia de tanta hermosura, de tanta luz me ha dicho estas palabras, con voz muy grave, aunque dulcísima: Así como Yo Me inmolo Víctima de Amor, quiero que tú también seas víctima: el Amor nada rehúsa".
El 16 de Julio de 1920, Josefa vestía el Santo Hábito. Gracias a la caridad de las Madres del Sagrado Corazón de Madrid, su madre y su hermana Ángela, pudieron acompañarla ese día; para su corazón tierno y amante fue gran consuelo verlas y hacerles compartir su dicha. Volvieron dos años después, el 16 de Julio de 1922, día radiante de sus primeros votos. Ni ellas, ni la familia religiosa de Josefa, pudieron traslucir la misteriosa unión que se realizaba entre el Corazón de Jesús y el de Su Esposa.
Viéndose objeto de estas predilecciones divinas, y ante el Mensaje que debía transmitir, la humilde Hermanita temblaba y sentía levantarse gran resistencia en su alma. La Santísima Virgen fue entonces para ella la estrella que guía por camino seguro, y encontró en la Obediencia su mejor y único refugio, sobre todo, al sentir los embates del enemigo de todo bien, a quien Dios dejó tanta libertad. Su pobre alma experimentó terribles asaltos del infierno, y en su cuerpo llevó a la tumba las huellas de los combates que tuvo que sostener. Con su vida ordinaria de trabajo callado, generoso v a veces heroico, ocultaba el misterio de gracia y de dolor que lentamente consumía todo su ser.
Por su experiencia como costurera fue designada para la hechura de los uniformes del Colegio; en cuanto hizo los Votos le confiaron la dirección del taller, con algunas novicias y postulantes para ayudarla. Sin escatimar trabajo las formaba, distribuyéndoles con discernimiento la labor, remediando sus torpezas con bondad.
Después de pasar por pruebas misteriosas y que debían completar su corona y consumar su ofrenda, se realizaba para Josefa en la soledad de su último suspiro la palabra del Divino Maestro: "Sufrirás, y abismada en el sufrimiento, morirás... No busques alivio ni descanso: no lo encontrarás, puesto que Yo Soy el que así lo dispongo..." .
A principios de Diciembre de 1923, Sor Josefa guardaba cama por un fuerte agotamiento; allí emitiría su Profesión Religiosa al tiempo que recibía la Extremaunción. Obedeciendo a sus Superioras, Josefa tuvo aún fuerzas para escribir una carta de despedida a su madre y a sus hermanas. No pueden leerse sin emoción estos renglones tan sencillos y tan fervorosos. Dice así: "Miren, queridas mías; yo estoy contenta de morir porque sé que es la Voluntad de Aquel que amo. Además, mi alma tiene deseo de poseerle y verle sin velos, como se le ve aquí en la tierra... No lloren, ni estén tristes. Miren que la muerte es el principio de la vida para el alma que ama y espera. Nuestra separación será corta, porque la vida pasa muy pronto y luego estaremos juntas toda la eternidad. No crean que estoy triste. Estos cuatro años de vida religiosa han sido para mí cuatro años de Cielo. Lo único que deseo para mis hermanas, es que gocen como he gozado, pues crean que nada da tanta paz como hacer la Voluntad de Dios. No crean que muero de sufrimiento ni de pena, al contrario. ¿Mi muerte?, creo que es más, ¡de Amor! Yo no me siento enferma, pero tengo algo que me hace desear el Cielo porque no puedo pasar sin ver a Jesús y a la Virgen... Muero muy feliz, pero nada me da esta felicidad sino el saber que he hecho la Voluntad de Dios. Él me ha hecho marchar por caminos muy contrarios a mi gusto y a mis deseos, pero me recompensa en estos últimos días de mi vida que me encuentro envuelta en la paz del Cielo".
En la consumación del más fiel Amor, Sor Josefa entregaba su alma a Dios un Sábado, 29 de Diciembre 1923, a las ocho de la noche, consumida por la ardiente sed de las almas que le había comunicado el Corazón de Jesús; tiempo atrás el Señor le había advertido "Déjame escoger el día y la hora". En sus últimos minutos de vida, al oír el toque del Angelus, Josefa insistió a su enfermera que marchase al refectorio, asegurándole que se encontraba bien y que no necesitaba nada. Y en esta soledad, en este aparente abandono, dispuesto por Dios, pasa el Dueño y Señor de las almas y se la lleva, imprimiendo en ella esta última semejanza con Su agonía y su Muerte en la Cruz, completamente privado de todo auxilio humano. Cuando pocos momentos después vuelve la enfermera, Josefa ha dejado de existir para este mundo. La encuentra tendida en la cama, un poco echada la cabeza hacia atrás, semicerrados los ojos y una expresión dolorosa en su semblante: todo en ella recuerda a Jesús crucificado y muerto. Se ha cumplido al pie de la letra la revelación que en su día recibiera del Sagrado Corazón: "Sufrirás y, abismada en el sufrimiento, morirás".
Al instante, una impresión sobrenatural de gracia y de paz, se esparció por toda la Casa; el Cielo parecía descender a la celda de la Hermana. Rodeada de azucenas, Josefa descansaba... Su rostro reflejaba la estabilidad serena de la eternidad, con una expresión de majestad que impresionaba. Parecía que el Sagrado Corazón de Jesús, resplandeciendo ya a través de los restos mortales de Su pequeño instrumento, oculto hasta entonces de modo tan divino, comenzaba a descubrir a las almas el Llamamiento ardiente de Su Amor. Sor Josefa Menéndez sería inhumada en el Cementerio de Poitiers el 1 de Enero de 1923; sus honras fúnebres serían presididas por Monseñor Olivier de Durfort de Civrac, Obispo de Poitiers.
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