Para que vivamos en Dios es necesario que en todo cuanto hayamos de hacer, omitir o soportar, obremos según Su Voluntad; que todo lo que se ofrezca sufrir, sea en el cuerpo o en el alma, en lo interior o en lo exterior, venga de los hombres o de los demonios, lo aguantemos con ánimo reverente y con espíritu de amor, con una especie de conversión, introversión, inclinación o aspiración del alma hacia Dios, suave y amorosamente.
Lo haremos con una como tranquila respiración de la Divina Esencia, imitando al Salvador, que dejaba que el Padre, que en Él moraba, hiciera todas sus obras y, a la vez, Él, en íntima unión con el Padre, las realizaba, con una apacible, amorosa y reverencial mirada de entrega total de Su Espíritu a Su Padre Celestial.
Pues bien: de un modo semejante podemos también vivir en nuestra amantísima Madre María, procurando, con todo esmero, conservar o fomentar en nosotros esa filial, tierna y candorosa entrega de nuestro corazón, esa aspiración o respiración hacia María, como a nuestra más amabilísima y queridísima Madre en Dios, en todo cuanto tengamos que obrar o soportar, en todo cuanto hayamos de hacer u omitir, en nuestras penalidades, dolores, aflicciones y tribulaciones, de tal modo, que nuestro amor a María y de María a Dios tenga un suave y mutuo flujo y reflujo.
Y esto parece ser que es lo que hace, algunas veces, el Espíritu Divino en el alma, por una especie de desbordamiento y sobreabundancia del Amor Divino hacia María y en Ella, otra vez a Dios. En esta disposición, causada espontáneamente en el alma por el Espíritu de Amor o facilitada por el hábito adquirido con la frecuencia de actos de amorosa entrega a la Madre Amable, el alma conserva un continuo y tierno recuerdo de María y una inclinación y tendencia hacia Ella, de un modo muy parecido al recuerdo, amante y reverente, que siente de Dios en todo lo que hace. Hasta tal punto que, así como por el fiel ejercicio de la Fe y de un amor constante adquirió el hábito o costumbre de tener siempre presente en su pensamiento a Dios y de arrojarse a Él, en un ímpetu sincero de amor, con tal facilidad que parece ya imposible que tal alma se olvide de Dios.
Así también, de modo semejante, el hijo amante de María, por el ejercicio constante que hace de tenerla siempre presente en su mente, adquiere el hábito o costumbre de este filial y amoroso recuerdo, de tal modo que todos sus pensamientos y afectos se enderezan, a la vez, a Ella y a Dios como término único, hasta parecer cosa imposible que el alma pueda olvidarse de su tierna Madre.
(Venerable Miguel de San Agustín, Carmelita, "Vida de unión con María")
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