Margarita nació en la ciudad de Laviano, en la región de Toscana (Italia), a mediados del siglo XIII. De su primera infancia nada se sabe, salvo que perdió a su madre cuando tenía siete u ocho años.
Como sucede con cierta frecuencia, la madrastra que vino a ocupar el lugar de su progenitora, dos años después de su muerte, comenzó a tratarla mal, encontrando defectos en todo lo que ella hacía. Pues bien, Margarita tenía un corazón tierno y una naturaleza ardiente. Y al no encontrar en casa el afecto que necesitaba, fue a buscarlo afuera. Se volvió una adolescente hermosa, llena de gracias y encantos. Esto constituyó su desgracia. Cuando tenía quince años, el hijo del Señor de Montepulciano se enamoró de ella y la convenció para ir a vivir con él pecaminosamente, prometiéndole que se casarían en un futuro.
En medio del lujo, las fiestas, los paseos, Margarita reprimía su consciencia, que de tiempo en tiempo como un aguijón la torturaba. Más tarde dirá: “En Montepulciano perdí la honra, la dignidad, la paz; perdí todo, menos la Fe”. Y era esa Fe que afloraba, la que le hacía soñar con otra vida muy diferente de la que entonces llevaba. Algunas veces, por ejemplo, viendo ciertos lugares recogidos, comentaba: “¡Cómo sería bueno rezar aquí! Qué lugar propio para llevar una vida penitente y solitaria”. Pero nuevas joyas, nuevas fiestas, nuevas promesas sofocaban esos buenos movimientos de su corazón.
Cierta vez en que algunas señoras elogiaban su belleza, ella respondió proféticamente: “No hagan caso de eso. Llegará el día en que ustedes me tratarán como santa e irán, con el bastón en la mano, a visitar mi tumba”.
Así, Margarita vivió nueve años en esa unión ilícita, contraria a la Ley de Dios, cuando sobrevino un acontecimiento dramático que debería cambiar su vida.
Cierto día su concubino no regresó a casa, y tampoco al día siguiente. Afligida, Margarita vio llegar sola a su perrita favorita que, sollozando tristemente, la jalaba del vestido, indicándole que la siguiese. Margarita, ansiosa, siguió al animal hasta un bosque en las inmediaciones, donde encontró un montón de ramas que el animalito se esforzaba en levantar. Quitando las ramas de encima, se deparó con el cadáver de su concubino apuñalado, envuelto en sangre, y que ya comenzaba a dar las primeras señales de putrefacción. Ante esta espeluznante visión, dio un grito y cayó desmayada.
Fue el golpe de Misericordia de la Providencia. Al volver en sí, Margarita pensó en el destino eterno de aquél de quien fuera cómplice en el pecado. Se llenó de tal horror por su existencia pecaminosa que, en aquel momento, hizo el propósito de cambiar de vida.
Después del entierro del infeliz joven, Margarita vendió todo lo que tenía, lo distribuyó entre los pobres y, vestida muy simplemente de negro regresó a la casa de su padre, pidiendo perdón y abrigo. Su padre se conmovió, pero a su lado estaba la madrastra, que inmediatamente exclamó: “¡O ella, o yo!”. La puerta de la casa paterna le fue entonces cruelmente cerrada.
Desolada y sin saber qué hacer, sin recursos y sin residencia, en el auge de la probación, Margarita se sentó en un tronco a la vera del camino. El demonio pronto entró en escena, tentándola: “Tienes apenas 26 años y estás en el auge de la hermosura. Muchos otros pretendientes surgirán. ¡Vamos, levanta la cabeza y comienza de nuevo la vida de fausto y de alegría!”. “¡No! –protestó Margarita, con resolución- Ya ofendí mucho a Nuestro Señor, que vertió su sangre inocente por mí. Más vale la pena mendigar el pan que volver al pecado”. En ese momento otra voz, la de la gracia, se hizo oír: “En Cortona los hijos de San Francisco se compadecerán de ti y te dirán qué hacer”.
En esa época Cortona era una República, con administración autónoma. Era próspera y tenía una intensa vida religiosa. La pobre Margarita, sin conocer a nadie, buscó el convento de los Frailes Franciscanos. Dos damas del lugar, Marinaria y Raniera Moscari, la encontraron y quedaron conmovidas al ver su profunda tristeza y el sufrimiento que se expresaba en su rostro. Con bondad, le preguntaron si necesitaba de algo. Margarita les abrió el alma, contó sus pecados y su inspiración de buscar a los Franciscanos de la ciudad. Las dos nobles señoras le ofrecieron abrigo en su casa, y ellas mismas la presentaron a Fray Bevegnati, varón venerable por su virtud, que después escribiría la Historia de Margarita. Ésta, entre lágrimas y suspiros, hizo una confesión general tan minuciosa, que duró ocho días. Pidió después su admisión en la Tercera Orden Franciscana, también llamada de la Penitencia.
Preocupada en evitar una recaída en el pecado, Margarita cortó su hermosa cabellera, que tanto orgullo le causaba, expuso el rostro al sol para perder su frescor, y examinaba cómo reparar su escándalo. Pasó a dormir en el suelo y a alimentarse apenas de hierbas.
Cierto Domingo apareció en Laviano a la hora de la Misa más frecuentada, con una cuerda al cuello, y allí, en alta voz, pidió perdón a sus conciudadanos por el mal ejemplo que les diera. Otra vez, en Cortona, Margarita se hizo arrastrar con una cuerda al cuello por las calles de la ciudad, mientras una mujer gritaba:
“Ésta es Margarita que perdió a tantas almas; ésta es la pecadora que profanó tanto nuestra ciudad”.
En su intento de humillarse, muchas más cosas habría hecho, si la obediencia se lo hubiese permitido.
Margarita pasaba horas y horas de rodillas delante del Crucifijo, llorando por sus pecados. Su arrepentimiento fue tan profundo y sincero, que un día el Crucificado le dijo: “Tus pecados te son perdonados”.
Otra vez, cuando meditaba en llantos sobre la Pasión de Nuestro Señor, Éste le preguntó: “¿Qué quieres, mi pobre pecadora?” Y Margarita, en un transporte de amor, respondió: “Señor Jesús, no quiero sino a Vos, y no busco sino a Vos”.
En poco tiempo Margarita pasó a ser visitada por elevadas gracias místicas. Narra su confesor y biógrafo: “Me pidió que no me ausentase del convento, porque Dios le preparaba algo extraordinario. Después de la Misa conventual, ella fue arrebatada en espíritu. A su vista se desarrolló el drama de la Pasión. Vio al Salvador vendido por el beso de Judas, negado por San Pedro, abandonado por los Apóstoles, insultado por los pretorianos. Oyó los golpes de los azotes, los gritos del populacho, el ruido del martillo cuando le clavaban manos y pies. Me explicó las escenas de la Pasión, sin conocer la presencia de la población de Cortona, que había venido para asistir a tan extraordinario hecho. Tenía los brazos en cruz, y las contracciones de su rostro reflejaban la violencia de sus emociones. A la misma hora en que expiró la víctima del Calvario, inclinó su cabeza y pareció también que ella expiraba. Los que estaban presentes no cesaban de sollozar”.
En otra ocasión, apesadumbrada por el peso de las tentaciones, gemía a los pies del Crucifijo. Nuestro Señor le dijo: “Ten animo, hija mía, por más violentos que sean los esfuerzos del demonio, pues Yo estoy contigo en el combate, y siempre saldrás victoriosa. Sé fiel a todos los consejos de tu director; confía cada día más y más en mi bondad, desconfía de ti misma, y con el socorro de mi gracia triunfarás del enemigo”.
De varios lugares, desde Roma hasta España, venían personas a ver a la que se tornó “la taumaturga de Cortona”, por la fama de los milagros por ella operados. Se pedía, por su mediación, la conversión de pecadores, la cura de enfermos, la liberación de endemoniados.
Fue gracias a Margarita que los güelfos, partidarios de los Papas, hicieron las paces con los gibelinos, partidarios del Emperador alemán, después que ella por orden de Dios corrió por las calles de Cortona gritando: “Cortonenses, haced penitencia y reconciliaos con vuestros enemigos”. Nuestro Señor le afirmó en esa ocasión: “Cortona merecía ser castigada, pero por el amor que te tengo Yo la perdonaré”.
El Divino Salvador le hizo también el siguiente elogio: “Tú eres la tercera luz dada a la Orden de mi bienamado Francisco. Él fue la primera, entre los Frailes Menores; Clara fue la segunda, entre las monjas; tú eres la tercera, en la Orden de la penitencia”.
En medio de una celestial Aparición Nuestro Señor le recomendó: “Manifestad cada día, con un tributo de alabanza, vuestra respetuosa devoción a la Bienaventurada Virgen María y a San José, Mi padre nutricio”.
Con las limosnas recibidas Margarita fundó el Hospital de Santa María de la Misericordia, para cuidar a los pobres de la ciudad, a cargo de sus hermanas de la Tercera Orden Franciscana reunidas en una congregación por ella fundada, la de las Poverelle.
Muchos milagros, que el límite de este artículo no permite transcribir, fueron obrados por intercesión de la penitente de Cortona, fallecida a los 48 años, el día 22 de Febrero de 1297. Su cuerpo, transcurridos más de 700 años de su muerte, continúa incorrupto. Y puede ser visto en un relicario de cristal, expuesto en la Basílica dedicada a su honra, en Cortona.
Fray Justo Pérez de Urbel O.S.B.
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