Si María es nuestra Madre, bien está que consideremos cuánto nos ama. El amor hacia los hijos es un amor necesario; por eso -como reflexiona Santo Tomás, Dios ha puesto en la Divina Ley, a los hijos, el precepto de amar a los padres; mas, por el contrario, no hay precepto expreso de que los padres amen a sus hijos, porque el amor hacia ellos está impreso en la naturaleza con tal fuerza que las mismas fieras, como dice San Ambrosio, no pueden dejar de amar a sus crías. Y así, cuentan los naturalistas, que los tigres, al oír los gritos de sus cachorros, presos por los cazadores, hasta se arrojan al agua en persecución de los barcos que los llevan cautivos. Pues si hasta los tigres, parece decirnos nuestra Amadísima Madre María, no pueden olvidarse de sus cachorros, ¿cómo podré olvidarme de amaros, hijos Míos? "¿Acaso puede olvidarse la mujer de su niño sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, yo nunca me olvidaré de ti" (Profeta Isaías, cap. 49, vers. 15).
Si por un imposible una madre se olvidara de su hijo, es imposible, nos dice María, que Yo pueda olvidarme de un hijo mío. María es nuestra Madre, no ya según la carne, como queda dicho, sino por el Amor. "Yo Soy la Madre del Amor Hermoso" (Libro del Eclesiástico, cap. 24, vers. 24). El Amor que nos tiene es el que la ha hecho Madre nuestra, y por eso se gloría, dice un autor, en ser Madre de Amor, porque habiéndonos tomado a todos por hijos es todo Amor para con nosotros. ¿Quién podrá explicar el amor que nos tiene a nosotros miserables pecadores?
Dice Arnoldo de Chartes que Ella, al morir Jesucristo, deseaba con inmenso ardor morir junto al Hijo por nuestro amor. Y así, cuando el Hijo -dice San Ambrosio- colgaba moribundo en la Cruz, María hubiera querido ofrecerse a los verdugos para dar la vida por nosotros.
Pero consideremos los motivos de este amor para que entendamos cuánto nos ama esta Buena Madre. La primera razón del amor tan grande que María tiene a los hombres es el gran amor que Ella le tiene a Dios. El amor a Dios y al prójimo, como escribe San Juan, se incluyen en el mismo precepto. "Tenemos este mandamiento del Señor, que quien ama a Dios, ame también a su hermano" (1 Carta de San Juan, cap. 4, vers. 21). De modo que, cuando crece el uno, crece el otro también. Por eso vemos que los Santos, que tanto amaban a Dios, han hecho tanto por el amor de sus prójimos. Han llegado a exponer la libertad y hasta la vida por su salvación.
Léase lo que hizo San Francisco Javier en la India, donde para ayudar a las almas de aquellas gentes escalaba las montañas, exponiéndose a mil peligros para encontrar a los paganos en sus chozas y atraerlos a Dios. Un San Francisco de Sales que para convertir a los herejes de la región de Chablais se aventuró durante un año a pasar todos los días un torrente impetuoso, andando sobre un madero, a veces helado, para llegar a la otra ribera y poder predicar a los obstinados herejes. Un San Paulino que se entregó como esclavo para librar al hijo de una pobre viuda. Un San Fidel que por atraer a la Fe Católica a unos herejes, predicando perdió la vida. Los Santos, porque así amaban a Dios, se lanzaron a hacer cosas tan heroicas por sus prójimos.
Pero ¿quién ha amado a Dios más que María? Ella lo amó desde el primer instante de su existencia más de lo que lo han amado y amarán todos los Ángeles y Santos juntos en el curso de su existencia. Reveló la Virgen a Sor María del Crucificado que era tal el fuego de amor que ardía en Su Corazón hacia Dios, que podría abrasar en un instante todo el Universo si lo pudieran sentir. Que en su comparación eran como suave brisa los ardores de los Serafines. Por tanto, como no hay entre los Espíritus Bienaventurados quien ame a Dios más que María, así no puede haber, después de Dios, quien nos ame más que esta amorosísima Madre. Y si se pudiera unir el amor que todas las madres tienen a sus hijos, todos los esposos a sus esposas y todos los Ángeles y Santos a sus devotos, no alcanzaría el amor que María tiene a una sola alma.
Dice el Padre Nierembergh que el amor que todas las madres tienen por sus hijos es pura sombra en comparación con el amor que María tiene por cada uno de nosotros. Más nos ama Ella sola -añade- que lo que nos aman todos los Ángeles y Santos. Además, nuestra Madre nos ama tanto porque Jesús nos ha recomendado a Ella como hijos cuando le dijo antes de expirar: "Mujer, he ahí a tu hijo", entregándole en la persona de Juan a todos los hombres, como ya lo hemos considerado. Estas fueron las últimas palabras que le dijo Su Hijo. Los últimos encargos de la persona amada en la hora de la muerte son los que más se estiman, y no se pueden borrar de la memoria.
También somos hijos muy queridos de María porque le hemos costado excesivos dolores. Las madres aman más a los hijos por los que más cuidados y sufrimientos han tenido para conservarles la vida. Nosotros somos esos hijos por los cuales María, para obtenernos la Vida de la Gracia, ha tenido que sufrir el Martirio de ofrecer la Vida de su amado Jesús, aceptando, por nuestro amor, el verlo morir a fuerza de tormentos. Por esta sublime inmolación de María, nosotros hemos nacido a la Vida de la Gracia de Dios. Por eso somos los hijos muy queridos de Su Corazón, porque le hemos costado excesivos dolores.
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