El Verbo eterno para hacerse amar del hombre vino al mundo y tomó la naturaleza humana. Por eso vino con tan grande sed de padecer por nuestro amor, que no quiso existir un momento sin sufrir a lo menos con la aprensión. Apenas fue concebido en el seno de Su Madre, ya se representó todos los tormentos de Su Pasión, y para alcanzarnos el perdón y la gracia divina se ofreció al Padre Eterno, a fin de satisfacer con Sus sufrimientos por todos los castigos debidos a nuestros pecados; y desde entonces comenzó a padecer todo lo que más tarde sufrió en Su dolorosa Muerte.
¡Ah! mi amable Redentor!, ¿y qué he hecho yo hasta aquí?, ¿qué he sufrido por Vos?. Si por mil años sufriera yo por Vos los tormentos que han pasado todos los Mártires, aun sería poco todo esto en comparación de aquel solo primer momento en que os ofrecisteis y comenzasteis a padecer por mí. Es verdad que los Mártires sufrieron grandes dolores y grandes ignominias; pero no los sufrieron sino en el tiempo de su martirio. Mas Jesús padeció siempre, desde el primer instante de su vida, todas las penas de su pasión; porque tuvo siempre delante de Sus ojos aquella escena horrible, en que debía sufrir de parte de los hombres tantos tormentos y tantas afrentas. Así dice él por boca del Profeta: Mi dolor está siempre presente A mis ojos.
¡Ah Jesús mío!, Vos sois por mi amor tan ávido de sufrimientos que los habéis querido padecer antes de tiempo; ¡y yo tan ávido de los placeres de la tierra!, ¡Cuántos desagrados os he causado yo por contentar mi cuerpo!. Señor, por los méritos de vuestros sufrimientos arrancad de mi corazón toda afición a los placeres de la tierra. Por vuestro amor tomo ya la resolución de abstenerme de esta satisfacción... (nombra aquí tu pasión dominante y haz firme propósito de enmendarte)
Usando Dios de compasión con nosotros, no nos ha dado a conocer las penas que nos aguardan antes del tiempo destinado a sufrirlas. Si un reo que espira en un cadalso hubiera conocido por revelación, desde su infancia, el suplicio que le esperaba, ¿hubiera podido jamás experimentar ningún gozo?. Si desde el principio de su reinado hubiese tenido presente Saúl la espada que debía atravesarle; si Judas hubiera visto de antemano el cordel que había de ahorcarle, ¡cuán amargas fueran sus vidas!. Pues Nuestro amable Redentor, desde el primer instante de la Suya, tuvo siempre presentes los azotes, las bofetadas, las espinas, la Cruz, los ultrajes de Su Pasión, la muerte dolorosa que le esperaba.
Cuando veía las víctimas ofrecidas en el Templo, se le representaban como otras tantas figuras del sacrificio que Él mismo, cordero sin mancilla, debía consumar en el Altar de la Cruz: cuando veía la ciudad de Jerusalén, sabía bien que allí era donde debía perder la vida en un mar de dolores y de oprobios: cuando fijaba la vista sobre Su tierna Madre, se imaginaba verla ya agonizando de dolor al pie de la Cruz en que Él mismo había de espirar.
Así, ¡oh Jesús mío! la vista horrible de tantos males os tuvo en un tormento y en una aflicción continua mucho tiempo antes del momento de vuestra Muerte, ¡y Vos habéis aceptado y sufrido todo esto por mi amor!. La sola vista ¡oh Jesús paciente! de todos los pecados del mundo, especialmente de aquellos con que preveíais que os había yo de ofender, hizo vuestra Vida la más afligida y mas dolorosa de todas las existencias pasadas y futuras. Mas, ¡oh Dios! ¿en qué ley la mas bárbara se halla escrito que un Dios ame a una de sus criaturas hasta este punto; y que después de esto viva esta sin amar a su Dios?, ¿qué digo? le contriste, y aun le ultraje?. ¡Ah! Señor, hacedme conocer la grandeza de vuestro amor, para que deje ya de ser ingrato. ¡Ah si yo os amara, Jesús mío! si yo os amara verdaderamente, ¡qué dulce me sería el sufrir por Vos!
Vuestro dolor es grande como el mar... Así como las aguas de este son todas saladas y amargas, así la Vida de Jesús fue toda llena de amarguras y privada de todo consuelo, como se lo dijo Él mismo a Santa Margarita de Cortona. Además, como en el mar se reúnen todas las aguas de la tierra, así en Jesucristo se reunieron todos los dolores de los hombres. Por esto dice por boca del Salmista: Salvadme, ¡oh mi Dios! porque han entrado hasta lo íntimo de mi alma, y he quedado sumergido por un a tempestad de oprobios y dolores interiores y exteriores.
¡Ah! mi tierno Jesús, mi amor, mi vida, mi todo, si miro vuestro Sagrado Cuerpo, yo no veo sino llagas: si entro después en vuestro Corazón desolado, yo no hallo en él sino amargura s y tristezas que os hacen sufrir las agonías de la muerte. ¡Ah mi divino Maestro!, ¿quién sino Yos, que sois una bondad infinita, podía llegar a sufrir hasta este punto, y morir por vuestra criatura?. Más porque Yos sois Dios, amáis como Dios, con un amor que ningún otro puede igualar.
San Alfonso María de Ligorio, Doctor de la Iglesia
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