domingo, 24 de enero de 2021

EL SANTO SACRIFICIO DE LA MISA, por el Padre Martin de Cochem, Capuchino. CAPÍTULO 4, Parte 5: EL PODER DEL SACERDOTE


               Ahora consideremos qué grande es la Autoridad conferida por Cristo, no a los Ángeles sino a los hombres, cuando habilita al Sacerdote para que realice el mayor de los milagros con unas pocas palabras, para que transforme pan y vino en Su Sagrado Cuerpo y Su Preciosa Sangre. En cuanto a esto, el Venerable Alano de Rupe dice: “Tan grande es el Poder de Dios-Padre que puede llamar a la existencia a Cielos y tierra de la nada; tan grande es el poder del Sacerdote que puede hacer bajar a Dios-Hijo para ser Sacrificio y Sacramento, y pueda dispensar a la Humanidad por medio de este Sacrificio y este Sacramento, los tesoros que el Salvador ganó para ellos. En esto consiste en gran parte la Majestad de Dios, la alegría de Su Santísima Madre, la felicidad de los Bienaventurados, la ayuda más segura para los vivos y el consuelo principal de las Almas del Purgatorio”.




               Maravilloso y admirable es el gran poder de las palabras de la Consagración, la renovación de la Encarnación en las manos del Sacerdote. La Santa Misa es, además, la mejor ayuda para los vivos y la consolación más dulce para los Difuntos.

               En el Evangelio de San Juan (cap. 3, vers. 16), leemos: “Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio Su Unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga la Vida Eterna“.

               Dios manifestó este Amor inmenso al mundo, primero cuando mandó a Su Hijo tomar nuestra humana naturaleza. Ahora manifiesta este Amor diariamente mandando a Su Hijo otra vez para hacerse hombre en la Santa Misa. Así como Su primera Encarnación causó gran alegría en el Cielo y trajo la Salvación a la tierra, así sucede con Su Encarnación diaria en el Altar. Por Su primera Encarnación, Cristo ganó tesoros inestimables de Gracia Divina; por la renovación de esa Encarnación, distribuye esas riquezas celestiales a todos los que celebran o asisten a la Santa Misa con devoción. Veamos ahora el siguiente ejemplo.

               Está escrito en los anales de la Orden Franciscana que el Beato Juan de Alvernio acostumbraba a celebrar la Santa Misa con una extraordinaria devoción, tanto que con frecuencia experimentaba una dulzura inefable tan grande que excedía a sus frágiles fuerzas. 

               En una ocasión, cuando tenía que cantar la Misa mayor en la Fiesta de la Asunción, tan pronto como hubo empezado la Misa, su alma quedó inundada con un gozo tan arrebatador que temía no poder acabarla. Y así fue, al llegar a la Consagración, le fue revelado el Amor Infinito que llevó a Cristo a bajar del Cielo y asumir nuestra naturaleza, y que todavía le sigue llevando a renovar este mismo Misterio en cada Santa Misa, ante lo cual el corazón del buen Sacerdote se conmovió de tal manera que perdió todas sus fuerzas físicas. El Padre que estaba con él se apercibió de lo que pasaba y corrió hacia el Altar con otro Padre para asistirlo y así poder acabar la Consagración. 

               Los otros monjes se alarmaron mucho pensando que se había puesto malo de repente. Por fin, con mucho esfuerzo pudo terminar las palabras de la Consagración. Y he aquí que la Hostia que tenía en sus manos tomó la forma de un sonriente infante, y el Beato Juan vio al Divino Niño como un recién nacido descansando en sus manos sacerdotales. En este momento le fue dado penetrar con el entendimiento en la profundísima humildad de Nuestro Señor al hacerse hombre por nosotros, y diariamente renovar Su Encarnación, lo que le llevó a perder todas sus fuerzas físicas y a caer si no le hubieran sujetado por los brazos aquellos padres que permanecían a su lado. 

               No obstante ello, hizo un gran esfuerzo y prosiguió la Santa Misa hasta la Comunión. Habiendo recibido las Sagradas Especies entró en un estado de inconsciencia y tuvo que ser llevado a la sacristía en donde permaneció horas como muerto. 

               Los fieles habían empezado a lamentar su pérdida, cuando al rato volvió en sí. Sus hermanos le suplicaron por el amor de Dios les dijera qué le había ocurrido en el Altar. No pudiendo resistir más su importunidad les contestó: “Cuando inmediatamente antes de la Consagración pensé en el Amor de Cristo que en el pasado le indujo a hacerse hombre y le induce ahora diariamente a encarnarse en la Santa Misa, sentí que mi corazón se derretía como la cera y que mis miembros perdían sus fuerzas, hasta tal punto que ya no pude mantenerme en pie ni pronunciar las palabras de la oración. Cuando después con un gran esfuerzo pude decirlas, de repente vi en mis manos no la Sagrada Hostia sino un hermoso Niño, a cuya vista mi alma se sintió penetrada, y mis fuerzas físicas consumidas, y desvaneciéndome caí en un dulce éxtasis de amor”.

               Esto es lo que el Padre relató a sus piadosos oyentes para darles a conocer el insondable amor de Nuestro Señor por nosotros, pobres pecadores, puesto que por nosotros y por nuestra salvación diariamente Él renueva el Misterio de Su Encarnación e imparte a nosotros los brutos de este Misterio en una colmada y rebosante medida.


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