jueves, 20 de octubre de 2022

JESÚS REY DE AMOR, por el Padre Mateo Crawley-Boevey. Parte IV

 

Jesús Rey de Amor 
un tiempo de intimidad con el Corazón 
que lo ha dado todo por nosotros




Aprended lo que significa: 
Misericordia quiero, y no sacrificio. 
Porque no he venido a llamar a justos, 
sino a pecadores, al arrepentimiento.

Evangelio de San Mateo, cap. 9, vers.13



               Leyendo con detención el Evangelio, se llega a creer que Jesús vivía hambriento de las misericordias humanas... Leamos meditando las páginas relativas al Buen Pastor y al Samaritano, las escenas de Magdalena y la mujer adúltera, las comidas con los publicanos, y dondequiera encontramos las palpitaciones violentas del Corazón Misericordioso de Jesús. Y esos publicanos no fueron, siguen siendo, somos nosotros, y Jesús se afana en buscarnos, cabalmente porque somos publicanos. 

               Comprendamos, pues, una vez por todas, que la única manera de pagar al Médico divino es, darle el corazón, henchido de confianza. ¡Jamás la tendremos bastante grande, decía Teresita, jamás!. Cuántos han hecho del Corazón de Jesús una novedad y una devocioncilla poética, nacida en Paray-le-Monial. No, esto no es verdad. Yo encuentro el Corazón de Jesús auténtico entero, maravilloso, sustancia doctrinal, Vida y Misericordia, Centro de corazones, en el Evangelio. Creo, por supuesto, en las grandes revelaciones hechas a Santa Margarita María, pero cabalmente, lo que más me conmueven en ellas, y lo que más me convence (después de la Autoridad de la Iglesia), es el encontrar tan perfectamente concordes el Evangelio y los manuscritos de Margarita María. 

               Pero ni ésta ni nadie me es indispensable para conocer aquel Corazón que se nos reveló en forma estupenda en Belén, en Nazaret, en el Calvario, y que sigue revelándoseme en el Sagrario. Paray ha arrojado, ¡oh, sí!, una luz, una gran luz, y es de veras una revelación, y las peticiones y promesas son un marco divino que dan relieve a la Doctrina. Pero ésta se encuentra en cada línea del Evangelio, ésta es la suprema y definitiva revelación del Corazón de Jesús. 

               El hecho de Paray reviste más bien otra importancia, capital por cierto. El Salvador regresa a esa tierra santa para condenar, con la afirmación de lo que había dicho ya en Palestina, la herejía horrenda, fatídica del jansenismo. En resumen: lo dicho por Jesús en Paray se condensa en esta frase: "Creed en Mi Amor, no temáis, Soy Jesús...; amadme, dándome el corazón, y hacedme amar, porque Soy Jesús". 

                Esto no era ninguna novedad, pero en los labios de Jesús y después en la pluma de la Iglesia, constituía el anatema de muerte contra el hipócrita jansenismo, herejía de esa época. Como los fariseos de Jerusalén, estos otros, no menos repugnantes y venenosos, no aceptaban que un Maestro en Israel, que un enviado del Altísimo, que un nuevo Profeta de buena ley, manifestase, como lo hacía Jesús, esas preferencias, esas flaquezas de ternura por los que ellos desdeñaban como la escoria moral. Y cabalmente, Jesús venía a recoger, con manos divinas, "esa escoria" para convertirla en tesoros de gloria eterna, enviado por el Padre para salvar. 

              ¡Qué hermoso y elocuente escándalo éste, que las criaturas y los que se llaman justos y conductores de almas, y conocedores de las Escrituras, no conciban un Dios, un Jesús que, siendo quien es, coma y converse con pecadores y que, por ellos, haya dejado a los Ángeles! 

               Jansenistas fueron ya, desde entonces, esa turba de fariseos soberbios e hipócritas..., y fariseos son todavía los mismos orgullosos, los 'mismos sepulcros blanqueados que no aceptan como auténtica y divina la Doctrina del Corazón de Jesús: "Quiero Misericordia", Misericordiam volo (Evangelio de San Mateo, cap.9, vers. 13). 

               Con qué vehemencia del alma maldigo ese jansenismo, que parece haberse cebado especialmente en las almas más ricas y generosas, herejía que, como un vampiro, les ha sorbido la sangre de nobleza y de generosidad, les ha disecado el corazón, los ha paralizado, convirtiendo en momias de terror y de aparente austeridad almas gigantes, que si hubieran amado, si hubieran desplegado las alas, si hubieran tenido por horizonte, más que sus miserias a Jesús, y mucho más que la obsesión del Infierno, el Amor, hubieran sido maravillas de Santidad. 

               ¡Oh!, jansenismo malvado, infecto, que se atrevió a convertir al Señor de toda Caridad y Misericordia en un Moloch feroz, en un Júpiter tonante, cruel y espantable. ¡Cuántas y cuántas víctimas de ese sistema sin luz, sin esperanza, sin amor he encontrado en mi camino! Pero, a Dios gracias, esos miasmas parecen ceder, después de un combate rudo, y hoy a la escuela jansenista, sin entrañas, sin piedad, sin Eucaristía, sucede ya, en el gobierno de las almas, la Escuela del Corazón de Jesús, radiante de hermosura, rica de Doctrina, entusiasta de Eucaristía, saturada de confianza evangélica. ¡Estamos ahora haciendo temblar, sí, pero de inmenso amor!. ¡Ah! No olvidaré jamás lo que me decía un jansenista, gran abogado, y que se creía un católico perfecto: "¡No me hable, Padre, de misericordia...; lo que es yo, pido y quiero que se me haga justicia a secas!" Infeliz de él. Si el Sagrado Corazón no hubiera sido mil veces más compasivo que riguroso, ya sabría a estas horas lo que es justicia inexorable, eterna. ¡Pero Jesús se venga... a lo Jesús! Y el tal jansenista murió abrazando con pasión de amor una imagen del Sagrado Corazón y pidiendo misericordia. ¿No se parece este estilo al de los Apóstoles, antes de ser instruidos y educados, cuando decían: "Señor, ¿queréis que mandemos que llueva fuego del cielo y los devore?" (Evangelio de San Lucas, cap. 9, vers. 54). Todavía no habían ellos penetrado en el espíritu y en el Corazón del Maestro... Cuando el Espíritu Santo les abrió los ojos, y se dilataron sus almas, repararon dicha exclamación, mandando bajar fuego de Caridad para incendiar almas y pueblos en el amor de Jesucristo; ése fue su apostolado. 

               Los hay de aquellos para quienes se diría que no hay sino un solo atributo en Dios: el de una justicia siempre tremenda. Evidentemente, Dios, porque es Dios, ha de ser infinitamente justo... Pero precisamente porque lo es debe ser, mientras recorremos este camino escabroso de viadores, y conociendo el barro de que nos formó, mucho más bueno que riguroso, mucho más Salvador y Padre que Juez inexorable. Él vino, se ha quedado en la Eucaristía y en la Iglesia para salvar... Nosotros lo forzamos, por desgracia, a condenar, lo obligamos a ser Juez severísimo. Si no hubiese sino justicia, o si hubiese más justicia que misericordia, o... si hubiese tanta justicia como misericordia, en el gobierno providencial de las almas, ¿para qué, entonces, el Confesonario, el Sacerdocio, la Eucaristía y todo el sistema, mil y mil veces prodigioso, de Redención Misericordiosa?.

               Para quien tenga un poquitín la experiencia de las almas, la aplicación práctica y diaria de ese sistema redentor constituye el milagro de los milagros y milagro permanente. Cabalmente porque es justo, el Señor debe ser mucho más Padre y Madre que no Juez tremendo; cabalmente porque sabe quién soy, porque sabe dónde termina mi malicia y dónde comienza mi debilidad y mi ignorancia. De ahí lo que decía Teresita: "Yo me confío tanto a la Justicia de Dios, y espero tanto de ella como de su Misericordia". Y esto es eminentemente teológico. 

               Yo creo tanto más en la misericordia que predico cuanto creo más firmemente en la Justicia y equidad del Rey de la gloria. Porque justicia no quiere decir siempre, ni menos exclusivamente, (rigor y castigo), sino equidad. Es decir, que Dios, porque es justo,  debe darme a veces ternura y compasión, y otras castigo. Pero de hecho, por aquel orden establecido por un Dios Crucificado, Él es en este destierro mucho más Padre y compasivo que Juez inclemente. ¿Queréis una prueba sencilla y elocuente de esto? Si el lector de estas líneas ha cometido, supongo, un solo pecado mortal en su vida —y si acá abajo Dios fuera inexorablemente severo y riguroso—, ¿por qué esa alma no está ya en el Infierno, tan justamente merecido?... ¿Por qué está todavía saboreando el pan de miel, el pan de fortaleza de esta doctrina salvadora, por qué? 

               ¡Ah! Otra cosa será cuando, cerrando los ojos, caigamos del otro lado de la ribera eterna, ante el Tribunal Supremo... Allá arriba, consumada la obra de misericordia, se nos hará justicia a secas; pero entre tanto, "cuanto más abundó el pecado, tanto más ha sobreabundado la gracia y la misericordia".  (San Pablo a los Romanos, cap. 5, vers. 20)




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