lunes, 10 de febrero de 2020
FRAY LEOPOLDO, el limosnero de Las Tres Avemarías
INFANCIA
En el centro de la Serranía de Ronda, en la provincia andaluza de Málaga, se encuentra Alpandeire, pueblecito minúsculo, escondido, como un nido en el corazón de la montaña, una belleza natural. Es la tierra natal de nuestro santo limosnero capuchino, místico de la humildad y de la vida oculta.
Sus padres, Diego Márquez Ayala y Jerónima Sánchez Jiménez, eran campesinos, humildes y laboriosos, y, como la mayor parte de la gente, trabajaban duro para hacer fértil aquella tierra pedregosa de la cual extraer el sostén para la familia. El 24 de Junio de 1864 les nació el primer hijo que el día 29 del mismo mes, en la fuente bautismal, recibía el nombre de Francisco Tomás de San Juan Bautista. Diego y Jerónima se alegraron del nacimiento de otros tres hijos, Diego, Juan Miguel y María Teresa.
En el calor del amor familiar, alimentado por la práctica de las virtudes cristianas, crecía la buena semilla cristiana de Francisco Tomás. De su padre aprendió los buenos modales, los principios cristianos y la práctica del bien. De los labios de la madre aprendió la oración. Alegre, juicioso, de buena compañía, trabajador incansable, Francisco Tomás comenzaba su jornada asistiendo a la Santa Misa y visitando el Santísimo Sacramento. Su generosidad en compartir lo poco que tenía y su bondad natural, nunca forzada, eran expresión de una profunda vida espiritual. Era "todo corazón" socorriendo a los pobres, nos dicen los testimonios de aquellos que lo conocieron. Se cuenta que regalaba sus herramientas de labranza a quien las necesitaba, o daba el dinero ganado en la vendimia a los pobres que encontraba en su camino hacia casa.
El 11 de Septiembre de 1891, a los 27 años, sería confirmado por el entonces Obispo de Málaga, Marcelo Espínola y Maestre, luego Cardenal de Sevilla.
Así pasó, en el trabajo del campo y en la vida familiar, sus primeros 35 años de vida "escondida". Mientras tanto, Dios lo iba modelando lentamente, esperando la ocasión para llamarlo a su servicio. Y así, en 1894, escuchando la predicación de los Capuchinos con ocasión de la fiesta que se estaba preparando en Ronda para celebrar la beatificación del capuchino Diego de Cádiz, el joven Francisco Tomás decidió abrazar la vida religiosa haciéndose Capuchino.
EL EJEMPLO DEL BEATO DIEGO JOSÉ DE CÁDIZ
Sólo en 1899 fue acogido entre los Capuchinos en el convento de Sevilla. Un mes después pasaba al noviciado acompañado del parecer más que favorable de los miembros de la comunidad, que alababan su silencio, su laboriosidad, su oración, su bondad. De la mano de Fray Diego de Valencina, Superior y Maestro de Novicios, el 16 de Noviembre del mismo año recibió el hábito capuchino y el nombre de Fray Leopoldo de Alpandeire.
La decisión de hacerse capuchino no requirió un cambio radical de vida, pues ya vivía una profunda e intensa vida evangélica. Fray Leopoldo, trabajando en los campos y en la huerta del convento, transformaba su humilde trabajo en oración constante y en generoso servicio. El cambio de nombre, comentará años más tarde, lo conmovió «como una ducha de agua fría», también porque aquel nombre no era usual entonces entre los miembros de la Orden. Su entrada en el convento no fue consecuencia de la pobreza, ni refugio para un corazón herido, sino manifestación de todo lo ya vivido y sentido. El ejemplo del Beato Diego de Cádiz lo había inducido a servir a Dios con todo su ser hasta la inmolación.
Sabiéndolo campesino, en Sevilla le encargaron ayudar al hermano hortelano. En la huerta, junto a las verduras, Fray Leopoldo cultivaba también sus dones espirituales. Quien lo conoció afirma que su santa alegría era igual a su profunda interioridad, que sus ojos y su rostro no podían esconder. Cada uno de sus gestos, incluso el más cotidiano y repetido, surgía de una profunda comunión con Dios. El novicio Fray Leopoldo experimentó la alegría de haber respondido al llamado de Dios. Estaba seguro: tenía 36 años, pero la juventud del espíritu no era un hecho solamente interior, explotaba en una visible y gustosa alegría. La experiencia del noviciado puso las bases de su camino espiritual, porque su amor a Dios se iba acrecentando por el conocimiento de la tradición y de la espiritualidad capuchina.
Terminado el noviciado emitió la primera profesión, pasando luego breves períodos en los conventos de Sevilla, Granada y Antequera. La azada lo acompañaba sin descanso como una fiel compañera mientras continuaba cultivando la huerta de los frailes. Aprendía a transformar el trabajo manual y el servicio a los hermanos en oración. Fue un «contemplativo entre el agua de las acequias de riego, las hortalizas, los frutos y las flores para el altar».
EL LIMOSNERO DE LAS TRES AVEMARÍAS
En 1903 fue destinado al convento de Granada por primera vez, y siempre con el oficio de hortelano. Fueron los últimos años vividos en absoluto retiro entre los viejos muros conventuales y la huerta. Años de profunda experiencia espiritual y de silencio. En la huerta crecía su diálogo con Dios y al mismo tiempo crecían sus virtudes. De la huerta pasaba a la capilla del Santísimo donde, por largas noches, estaba en profunda adoración. En el viejo convento de Granada, el 23 de Noviembre de 1903, Fray Leopoldo emitió los votos perpetuos en las manos de Fray Francisco de Mendieta, Superior de la casa. Era su consagración definitiva a Dios, por la cual había vivido y por la cual vivirá el resto de su vida.
Después de breves estancias en Sevilla y en Antequera, el 21 de Febrero de 1914 retornó a Granada para quedarse ya para siempre. La ciudad imperial, a los pies de la Sierra Nevada, será el escenario de medio siglo de su vida. Hortelano, sacristán y limosnero, siempre unido a Dios y al mismo tiempo siempre cercano a la gente. El oficio de limosnero será el que lo definirá y lo caracterizará. Se había hecho religioso para vivir lejos del ruido del mundo, y fue lanzado por la obediencia a combatir la batalla decisiva de su vida entre las calles de la ciudad y las voces de la gente. De ahora en adelante, y con paso ligero, las montañas, los valles, los caminos polvorientos, las calles, serán su claustro y su iglesia. Fray Leopoldo, como otros santos capuchinos marcados por una clara inclinación a la vida contemplativa, vivió constantemente en un contacto con la gente que, en lugar de distraerlo, le ayudó a salir de sí mismo, a cargar con el peso de los otros, a comprender, a ayudar, a servir, a amar. Era, como ha dicho un ferviente devoto suyo, «distinto, pero no distante».
Su figura fue tan popular en la ciudad, que todos lo reconocían, sobre todo los niños; con ellos se quedaba explicándoles alguna página del Catecismo y con los adultos para escuchar sus problemas y sus preocupaciones. Fray Leopoldo había descubierto el mundo para distribuir a todos la Bondad Divina: recitar Las Tres Avemarías. Era su fórmula para entrelazar lo divino en lo humano.
Durante medio siglo, día a día, Fray Leopoldo recorrió la ciudad de Granada distribuyendo la limosna del amor, dando color a los días tristes de muchos, creando unidad y armonía, llevando a todos al encuentro con Dios, dando dignidad al trabajo cotidiano. Todas sus acciones y su manera de acercarse a la gente era siempre algo nuevo.
No todo fue fácil para él, ni sin dificultad. En efecto, Fray Leopoldo ejerció su trabajo de limosnero en una época en la cual en España soplaban vientos anticlericales y cuanto sabía a religión era mal visto, si no perseguido. Era el tiempo la Segunda República en primer lugar y de la Guerra Civil después. Siete mil fueron los religiosos y los sacerdotes asesinados por el único motivo de ser tales. En su camino cotidiano de limosnero, Fray Leopoldo tuvo que sufrir mucho y no pocas veces fue insultado malamente: «¡Holgazán, pronto te pondremos la soga al cuello!». «¡Vagabundo -le gritaban-, trabaja en lugar de andar buscando limosna!». «¡Prepárate que iremos a cortarte el cuello!». Experimentó este clima hostil y, parafraseando el Evangelio, decía: «¡Pobrecillos, no tengo más que compasión de ellos, porque no saben lo que dicen!».
ÚLTIMOS AÑOS Y MUERTE
Cierto día, mientras como de costumbre recogía la limosna de la caridad, tenía entonces 89 años, cayó por tierra fracturándose el fémur. Ingresado en un hospital, afortunadamente se curó sin operación quirúrgica. Dado de alta, volvió al convento a pie, ayudado tan sólo en su bastón, pero ya no pudo recorrer más las calles. Pudo así dedicarse totalmente a Dios, el gran amor de su vida. Absorto en Dios, pasó los últimos tres años de su vida, consumiéndose poco a poco, cual llama de amor.
La pequeña llama se apagó el 9 de Febrero de 1956. Tenía 92 años. El humilde limosnero de Las Tres Avemarías se reunió con el Señor. La noticia de su muerte corrió por toda la ciudad de Granada conmoviéndola. Un río de gente de toda edad y condición se encaminó hacia el convento de los capuchinos. La fama de santidad que ya lo había acompañado durante la vida, creció después de su muerte. El 31 de Mayo de 1958 sus restos fueron trasladados del cementerio a la antigua iglesia de su convento, donde cada día, y sobre todo el 9 de cada mes, una insólita afluencia de gente de todo el mundo visita su tumba. Muchas son las gracias que Dios concede por la intercesión de su siervo fiel.
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