viernes, 13 de noviembre de 2020

SAN DIEGO, Patrón de los Franciscanos Legos

      

               San Diego nació en una familia pobre pero muy cristiana, en la sevillana localidad de San Nicolás del Puerto, en torno al año 1400. Siendo joven se decidió a vivir como ermitaño; trabajaba la tierra y hacía pequeños trabajos para ayudar a los más pobres. Junto con un anciano eremita, llevó una vida de austeridad y oración. Poco después se trasladó a Arrizafa, cerca de Córdoba, en cuyo convento profesó como fraile lego en los Menores de la Observancia Franciscana con el nombre de Fray Diego de San Nicolás, contaba 30 años de edad. Desde este lugar comenzó su itinerario limosnero y misional por incontables pueblos de Córdoba, Sevilla y Cádiz, dejando detrás de su paso una estela de caridad y milagros que aún pervive en las tradiciones lugareñas de no pocos de esos pueblos.




               En 1441, junto con sus compañeros Fray Juan de Santorcaz y Fray Felipe de Sevilla, llegó Fray Diego de Alcalá al convento franciscano de Betancuria, en las Islas Canarias, como “Frailes Menores”, destinados a la empresa de evangelizar las islas. Allí sería primero portero del convento, luego el Guardián de la Comunidad, hecho muy raro ya que Fray Diego era hermano lego. Ejerció el Oficio de Guardián (Superior) hasta su regreso a la Península en 1444. Dejaría tras de sí un importante número de conversos, aborígenes canarios que abandonaron la idolatría para bautizarse por manos de San Diego.

               Fue de peregrino a Roma por el Jubileo de 1450 y la canonización de San Bernardino de Siena. En ese tiempo una epidemia azotó la ciudad romana y San Diego ayudó como enfermero por tres meses. Muchos sanaron milagrosamente.

               Cierto día, un niño sufrió graves quemaduras por quedarse dormido dentro de un horno que luego fue encendido. Tras la intercesión de San Diego, el niño apareció sin quemaduras. El santo solía atribuir los milagros a la Madre de Dios.

               De vuelta a España fue portero y jardinero en el Convento de Santa María de Jesús en Alcalá de Henares; su espíritu de oración y la sabiduría que el Espíritu infundió en él atraía a los cultos y letrados de la Universidad Complutense. Su devoción se movía entre dos polos: la Virgen María y Cristo Eucaristía. Entregó su alma al Todopoderoso el 13 de Noviembre de 1463, cuando tenía 63 años y más de 30 como Franciscano. Mientras agonizaba, tenía abrazado un crucifijo y aún tuvo fuerzas para recitar el Himno "Dulce leño, dulces clavos..." (1)

              Se dice que al morir, expedía una milagrosa fragancia. Sus restos fueron visitados por varios Cardenales y miembros de la realeza, como el Monarca Felipe II, que llevó el cuerpo de San Diego al Palacio Real, obteniendo así la curación del Príncipe Carlos que se había accidentado. Fue elevado a la gloria de los altares el 10 de Julio de 1588, bajo el Pontificado del Papa Sixto V, culminando el proceso introducido por Pío IV en tiempos de Felipe II.

              La ciudad estadounidense de San Diego, fundada en 1769, al sur de California, lleva su nombre debido a la Misión que allí establecieron los Frailes Franciscanos, a cuya cabeza estaba Fray Junípero Serra; quisieron honrar al Santo bautizando aquella labor con el nombre del humilde lego. 


(1) EL HIMNO DE LA CRUZ 

Compuesto por Venancio Fortunato (536-610)




Cruz amable y redentora, 

árbol noble, espléndido.

Ningún árbol fue tan rico,

ni en sus frutos ni en su flor.

Dulce leño, dulces clavos,

dulce el fruto que nos dio.


Canta, oh lengua jubilosa,

el combate singular

en que el Salvador del mundo,

inmolado en una Cruz,

con Su Sangre redentora

a los hombres rescató.


Cuando Adán, movido a engaño

comió el fruto del Edén,

el Creador, compadecido,

desde entonces decretó

que un árbol nos devolviera

lo que un árbol nos quitó.


Quiso con sus propias armas,

vencer Dios al seductor,

la sabiduría a la astucia

fiero duelo le aceptó,

para hacer surgir la vida

donde la muerte brotó.


Cuando el tiempo hubo llegado,

el Eterno nos envío

a Su Hijo desde el Cielo,

Dios Eterno como Él,

que en el Seno de una Virgen

carne humana revistió.


Árbol Santo, Cruz excelsa,

tu dureza ablanda ya,

que tus ramas se dobleguen

al morir el Redentor

y en su tronco suavizado,

lo sostenga con piedad.


Feliz puerto preparaste

para el mundo náufrago

y el rescate presentaste

para nuestra redención,

pues la Sangre del Cordero

en tus brazos se ofrendó.


Cruz amable y redentora,

árbol noble, espléndido.

Ningún árbol fue tan rico,

ni en sus frutos ni en su flor.

Dulce leño, dulces clavos.

Dulce el fruto que nos dio.




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