El 9 de Abril de 1888 la joven Teresita Martin dejaba para siempre a su padre, a sus hermanas, a su familia y su casa de los Buissonnets, y hacía su ingreso oficial en el Convento de Carmelitas Descalzas de Liseux; tenía quince años y tres meses de edad. En la autobiografía "Historia de un alma" que Santa Teresita escribió por obediencia, dejó testimonio fiel de aquél día:
El lunes 9 de Abril, día en que el Carmelo celebraba la Fiesta de la Anunciación, trasladada a causa de la cuaresma, fue el día elegido para mi entrada. La víspera, toda la familia se reunió en torno a la mesa, a la que yo iba a sentarme por última vez. ¡Ay, qué desgarradoras son estas reuniones íntimas...! Cuando una quisiera pasar inadvertida, te prodigan las caricias y las palabras más tiernas, y te hacen más duro el sacrificio de la separación... `
Mi rey querido (su padre, Luis Martin) apenas hablaba, pero su mirada se posaba en mí con amor... Mi tía lloraba de vez en cuando, y mi tío me dispensaba mil atenciones de cariño.
...mi querida Leonia, que había vuelto de la Visitación hacía algunos meses, me colmaba como nadie de besos y caricias.
En la mañana del gran día, tras echar una última mirada a los Buissonnets, nido cálido de mi niñez que ya no volvería a ver, partí del brazo de mi querido rey para subir a la montaña del Carmelo... Al igual que la víspera, toda la familia se reunió para escuchar la Santa Misa y recibir la Comunión.
En cuanto Jesús bajó al corazón de mis parientes queridos, ya no escuché a mi alrededor más que sollozos. Yo fui la única que no lloró, pero sentí latir mi corazón con tanta fuerza, que, cuando vinieron a decirnos que nos acercáramos a la puerta claustral, me parecía imposible dar un solo paso. Me acerqué, sin embargo, pero preguntándome si no iría a morirme, a causa de los fuertes latidos de mi corazón... ¡Ah, qué momento aquél! Hay que pasar por él para entenderlo... Mi emoción no se tradujo al exterior.
Después de abrazar a todos los miembros de mi familia querida, me puse de rodillas ante mi incomparable padre, pidiéndole su bendición. Para dármela, también él se puso de rodillas, y me bendijo llorando... ¡El espectáculo de aquel anciano ofreciendo su hija al Señor, cuando aún estaba en la primavera de la vida, tuvo que hacer sonreír a los Ángeles...!
Pocos instantes después, se cerraron tras de mí las puertas del arca santa y recibí los abrazos de las hermanas queridas que me habían hecho de madres y a las que en adelante tomaría por modelo de mis actos... Por fin, mis deseos se veían cumplidos. Mi alma sentía una paz tan dulce y tan profunda, que no acierto a describirla. Y desde hace siete años y medio esta paz íntima me ha acompañado siempre, y no me ha abandonado ni siquiera en medio de las mayores tribulaciones.
Como a todas las postulantes, inmediatamente después de mi entrada, me llevaron al coro. Estaba en penumbra, porque estaba expuesto el Santísimo, y lo primero que atrajo mi mirada fueron los ojos de nuestra santa Madre Genoveva, que se clavaron en mí. Estuve un momento arrodillada a sus pies, dando gracias a Dios por el don que me concedía de conocer a una santa, y luego seguí a nuestra Madre María de Gonzaga a los diferentes lugares de la comunidad. Todo me parecía maravilloso. Me creía transportada a un desierto.
Nuestra celdita, sobre todo, me encantaba. Pero la alegría que sentía era una alegría serena. Ni el más ligero céfiro hacía ondular las tranquilas aguas sobre las que navegaba mi barquilla, ni una sola nube oscurecía mi cielo azul... Sí, me sentía plenamente compensada de todas mis pruebas... ¡Con qué alegría tan honda repetía estas palabras: «Estoy aquí, para siempre, para siempre...!
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