Señor mío, Jesucristo, después de haber llorado Tu Pasión, déjame ahora saborear el consuelo de un gozo del todo celestial. ¡Oh, qué grande o qué santo es este día! ¡Oh, si pudiera sacar de este Misterio los frutos que contiene! Concédeme, pues, Te lo ruego, una gracia más abundante, una pureza más perfecta.
Mi Señor Jesucristo, Rey de Gloria, Príncipe del Rey de la Tierra, hoy que te levantas de Tu tumba, victorioso de la muerte, has validado en todos los que creen en Ti, la esperanza de la Vida Eterna; porque al resucitar con ese Cuerpo glorioso que sacrificaste en la Cruz y que recibiste de la Santísima Virgen, anulaste el decreto de nuestra condenación y nos abriste las puertas de la Salud Eterna.
Himnos perpetuos de gracia Te sean dados, Redentor mío, por los inmensos beneficios que generosamente das a todos los fieles y a mí en particular. Añádeme también el de mantener constantemente los ojos y el corazón fijos en el Cielo, de considerar siempre el camino que has recorrido y de seguir Tus pasos amorosos con Fe y gratitud, hasta que yo venga a entrar Contigo en el Reino de Tu gloria.
Dame fuerzas para luchar de ahora en adelante con valor contra los sentidos, contra el mundo y contra el espíritu maligno sin temer sus artes inicuas y su poderío; porque Tú eres el León de la Tribu de Judá que has derrotado a todos los enemigos de mi salud, y no hay nadie que pueda escapar de Tu brazo al que todo está sujeto, al que nada resiste.
Concédeme la gracia de imitarte en Tu Resurrección, para que mortificando mis vicios, olvidando el pasado y aspirando ardientemente a los bienes celestiales, pueda vivir para el futuro de una nueva vida. No ignoro, oh Señor, que para saborear los divinos consuelos y ser eternamente glorificado entre las delicias de los Ángeles, tengo fuerza para evitar los placeres sensuales, que generan la muerte del alma: sé bien que yo, necesariamente debo despojarme del pasado y de todas sus malas acciones, someter el cuerpo al espíritu y desterrar de mi corazón para siempre toda inquietud y todo afecto por las cosas terrenales. Por tanto, dígnate, oh mi Salvador, fortalecerme en la Fe y encenderme con Amor, para que pueda correr Contigo y con Tu escolta en el camino del nuevo hombre, para ser hecho digno de resucitar un día en la Gloria que Tú has comprado con la Sangre Divina que prometiste, a merced de Tus siervos, como miembros de Tu Glorioso Cuerpo.
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