La Iglesia, pues, fiel al mandato recibido de su Fundador, continúa el Oficio Sacerdotal de Jesucristo, sobre todo mediante la sagrada liturgia. Esto lo hace, en primer lugar, en el Altar, donde se representa perpetuamente el Sacrificio de la Cruz y se renueva, con la sola diferencia del modo de ser ofrecido; en segundo lugar, mediante los sacramentos, que son instrumentos peculiares, por medio de los cuales los hombres participan de la vida sobrenatural; y por último, con el cotidiano tributo de alabanzas ofrecido a Dios Óptimo Máximo.
Siglos hace que, sin interrupción alguna, desde una medianoche a la otra, se repite sobre la tierra la Divina Salmodia de los cantos inspirados, y no hay hora del día que no sea santificada por su liturgia especial; no hay período alguno en la vida, grande o pequeño, que no tenga lugar en la acción de gracias, en la alabanza, en la oración, en la reparación de las preces comunes del Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia.
Pero el elemento esencial del culto tiene que ser el interno; efectivamente, es necesario vivir en Cristo, consagrarse completamente a Él, para que en Él, con Él y por Él se dé Gloria al Padre.
La Iglesia, por consiguiente, quiere que todos los fieles se postren a los pies del Redentor para profesarle su amor y su veneración; quiere que las muchedumbres, como los niños que salieron, con alegres aclamaciones, al encuentro de Jesucristo cuando entraba en Jerusalén, ensalcen y acompañen al Rey de los Reyes y al Sumo Autor de todo Bien con el Canto de Gloria y de Gratitud; quiere que en sus labios haya plegarias, unas veces suplicantes, otras de alegría y gratitud, con las cuales, como los Apóstoles junto al lago de Tiberíades, puedan experimentar la ayuda de Su Misericordia y de su poder...
Si la Piedad privada e interna de los individuos descuidase el Augusto Sacrificio del Altar y los Sacramentos, y se sustrajese al influjo salvador que emana de la Cabeza en los miembros, sería, sin duda alguna, cosa reprobable y estéril; pero cuando todos los métodos y Ejercicios de Piedad, no estrictamente litúrgicos, fijan la mirada del alma en los actos humanos únicamente para enderezarlos al Padre, que está en los Cielos, para estimular saludablemente a los hombres a la penitencia y al Temor de Dios, y arrancándolos de los atractivos del mundo y de los vicios, conducirlos felizmente por el arduo camino a la cumbre de la Santidad, entonces son no sólo sumamente loables, sino hasta necesarios, porque descubren los peligros de la vida espiritual, nos espolean a la adquisición de las virtudes y aumentan el fervor con que debemos dedicarnos todos al Servicio de Jesucristo.
Toda la Piedad Cristiana debe concentrarse en el Misterio del Cuerpo Místico de Cristo... Es verdad que los Sacramentos y el Sacrificio del Altar gozan de una virtud intrínseca en cuanto son acciones del mismo Cristo, que comunica y difunde la gracia de la Cabeza Divina en los miembros del Cuerpo Místico; pero, para tener la debida eficacia, exigen las buenas disposiciones de nuestra alma.
De la Carta Encíclica "Mediator Dei"
Papa Pío XII, 1947
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