jueves, 28 de mayo de 2020

¡NECESITO TANTO TU MIRADA...!


               El Corazón de Jesús en el Sagrario me mira. Me mira siempre. Me mira en todas partes... Me mira como si no tuviera que mirar a nadie más que a mí. ¿Por qué? Porque me quiere, y los que se quieren ansían mirarse. (…) El Corazón de Jesús nos quiere, digo más, me quiere a mí y a cada cual con un cariño tan grande como Su poder, y Su poder ¡no tiene límites! ¡Un cariño Omnipotente! (...) Alma, detente un momento en saborear esta palabra: El Corazón de Jesús está siempre mirándome.




               Hay miradas de espanto, de persecución, de vigilancia, de amor. ¿Cómo me mira a mí el Corazón de Jesús desde Su Eucaristía? Ante todo te prevengo que Su Mirada no es la del ojo justiciero que perseguía a Caín, el mal hermano. No es aquella mirada de espanto, de remordimiento sin esperanza, de justicia siempre amenazante. No, así no me mira ahora a mí. ¿Cómo? Vuelvo a preguntar. El Evangelio me responde.

               Una es la mirada que tiene para los amigos que aun no han caído, otra es para los amigos que están cayendo o acaban de caer, pero quieren levantarse, y la otra para los que cayeron y no se levantarán porque no quieren. Hermanos, ¿con cuál de estas tres miradas seremos mirados? ¡Qué buen examen de conciencia y qué buena meditación para delante del Sagrario!

               Corazón de mi Jesús que vives en ese mi Sagrario, y que no dejas de mirarme, ya que no puedo aspirar a la mirada de complacencia con que regalas a los que nunca cayeron, déjame que te pida la mirada del Patio de Caifás. ¡Me parezco tanto al Pedro de aquel patio! ¡Necesito tanto Tu Mirada para empezar y acabar de convertirme! Mírame mucho, mucho, no dejes de mirarme como lo miraste a él, hasta que las lágrimas que Tu Mirada arranquen, abran surcos si no en mis mejillas como en las de Tu amigo, al menos en mi corazón destrozado de la pena del pecado. Mírame así: te lo repito, y que yo me dé cuenta de que me miras siempre. ¡Que yo no quiero verte delante de mí llorando y con los brazos cruzados... que soy yo el que quiere y debe llorar! ¡Tú, no!


Don Manuel González, Obispo de Palencia



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