Cuando María se ofreció a Dios completamente, junto a Su Hijo en el Templo, ya participaba con Él de la dolorosa expiación a favor del género humano. Es, por tanto cierto, que Ella participó en las mismas profundidades de Su Alma con sus más amargos sufrimientos y con sus tormentos. Finalmente fue ante los ojos de María que se consumó el Divino Sacrificio, para el cual había dado a luz y criado a la Víctima.
( Papa León XIII, Encíclica Jucunda semper, 8 de Septiembre de 1894 )
( Papa Benedicto XV, Carta Apostólica Inter Sodalicia, 22 de Mayo de 1918 )
Así pues, todos cuantos estamos unidos con Cristo y los que, como dice el Apóstol, somos miembros de Su Cuerpo, partícipes de Su Carne y de sus Huesos, hemos salido del Vientre de María, como partes del cuerpo que permanece unido a la cabeza. De donde, de un modo ciertamente espiritual y místico, también nosotros nos llamamos Hijos de María y ella es la Madre de todos nosotros. Madre en espíritu… pero evidentemente Madre de los miembros de Cristo que somos nosotros. En efecto, si la Bienaventurada Virgen es al mismo tiempo Madre de Dios y de los hombres ¿quién es capaz de dudar de que Ella procurará con todas Sus fuerzas que Cristo, Cabeza del Cuerpo de la Iglesia, infunda en nosotros, Sus miembros, todos Sus dones, y en primer lugar que le conozcamos y que vivamos por Él?.
A todo esto hay que añadir, en alabanzas de la Santísima Madre de Dios, no solamente el haber proporcionado, al Dios Unigénito que iba a nacer con miembros humanos, la materia de Su Carne con la que se lograría una Hostia admirable para la salvación de los hombres; sino también el papel de custodiar y alimentar esa Hostia e incluso, en el momento oportuno, colocarla ante el Ara. De ahí que nunca son separables el tenor de la Vida y de los trabajos de la Madre y del Hijo, de manera que igualmente recaen en uno y otro las palabras del Profeta: mi vida transcurrió en dolor y entre gemidos mis años.
Efectivamente cuando llegó la última hora del Hijo, estaba en pie junto a la Cruz de Jesús, Su Madre, no limitándose a contemplar el cruel espectáculo, sino gozándose de que Su Unigénito se inmolara para la salvación del género humano, y tanto se compadeció que, si hubiera sido posible, Ella misma habría soportado gustosísima todos los tormentos que padeció Su Hijo.
Y por esta comunión de Voluntad y de Dolores entre María y Cristo, Ella mereció convertirse con toda dignidad en Reparadora del orbe perdido, y por tanto en Dispensadora de todos los bienes que Jesús nos ganó con Su Muerte y con Su Sangre.
Cierto que no queremos negar que la erogación de estos bienes corresponde por exclusivo y propio derecho a Cristo; puesto que se nos han originado a partir de Su Muerte y Él por su propio poder es el Mediador entre Dios y los hombres. Sin embargo, por esa comunión, de la que ya hemos hablado, de Dolores y Bienes de la Madre con el Hijo, se le ha concedido a la Virgen Augusta ser poderosísima Mediadora y Conciliadora de todo el orbe de la tierra ante Su Hijo Unigénito.
Así pues, la fuente es Cristo y de Su plenitud todos hemos recibido; por quien el cuerpo, trabado y unido por todos los ligamentos que lo nutren… va obrando su crecimiento en orden a su conformación en la Caridad. A su vez María, como señala San Bernardo, es el Acueducto; o también el cuello, a través del cual el cuerpo se une con la cabeza y la cabeza envía al cuerpo la fuerza y las ideas. Pues Ella es el cuello de nuestra Cabeza, a través del cual se transmiten a su cuerpo místico todos los dones espirituales..."
( Papa San Pío X, Carta Encíclica Ad diem illud laetissimum, 2 de Febrero de 1904 )
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