El comienzo de la perfección cristiana está en la humildad. «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11 29). Pues si bien consideramos la tan excelsa dignidad a la que por el bautismo y por la sagrada ordenación fuimos llamados, y si reconocemos nuestra propia miseria espiritual, necesario es que meditemos aquella divina sentencia de Jesucristo: «Sin mí nada podéis hacer» (Jn 15, 5).
El sacerdote no deberá confiar en sus propias fuerzas, ni complacerse con desorden en sus propias dotes, ni andar buscando el juicio y alabanza de los hombres, ni aspirar ambicioso a las más altas dignidades, sino imitar a Cristo, que no vino «para ser servido sino para servir» (Mt 20, 28); niéguese, pues, a sí mismo, según el mandato del Evangelio (cf. Mt 16, 24)27, y no se apegue en su ánimo a las cosas terrenales con demasía, para así poder seguir, más fácil y más libremente, al Divino Maestro. Todo cuanto él tiene, todo cuanto él es, se deriva de la bondad y del poder de Dios; por lo tanto, si de algo quisiere gloriarse, recuerde bien las palabras del Apóstol: «Mas por lo que toca a mí mismo, no me gloriare sino de mis debilidades» (2Co 12, 5).
Semejante espíritu de humildad, iluminado por la luz de la fe, obliga al hombre a inmolar, en cierto modo, su voluntad mediante la obligada obediencia. Fue el mismo Cristo quien estableció, en la sociedad por él fundada, una legítima autoridad, encargada de perpetuar la de El para siempre; por ello, quien obedece a los superiores, en la Iglesia, obedece al Redentor mismo.
En tiempos como los nuestros, cuando el principio de autoridad es quebrantado con audacia y temeridad, es absolutamente necesario que el sacerdote, además de mantener firmemente en su espíritu los principios de la fe, reconozca y en conciencia admita tal autoridad no sólo como obligada defensa del orden religioso y social, sino también como fundamento de su propia santificación personal. Y puesto que los enemigos de Dios, con cierta astucia criminal, ponen todo su empeño en excitar y seducir las desordenadas ambiciones de algunos para que se rebelen contra la Santa Madre Iglesia, deseamos Nos elogiar, como es merecido, y sostener con paternal ánimo a ese tan gran ejército de sacerdotes que, precisamente por proclamar abiertamente su obediencia y por guardar incólume su más íntegra fidelidad hacia Cristo y hacia la autoridad por El constituida, fueron encontrados «dignos de sufrir contumelia por el nombre de Cristo» (Hch 5, 41), y no sólo contumelia, sino también persecuciones, cárceles y hasta la misma muerte.
La actividad del sacerdote se ejercita en todo cuanto al orden de la vida sobrenatural se refiere, pues le corresponde fomentar el crecimiento de la misma y comunicarla al Cuerpo Místico de Cristo. Por ello ha de renunciar a todas las ocupaciones «que son del mundo», cuidarse tan sólo de «las que son de Dios» (1Co 7, 32, 33). Y porque ha de estar libre de las solicitudes del mundo y consagrado por completo al divino servicio, la Iglesia instituyó la ley del celibato, para que cada vez se pusiera más de relieve, ante todos, que el sacerdote es ministro de Dios y padre de las almas. Y gracias a esa ley de celibato, el sacerdote, lejos de perder por completo el deber de la verdadera paternidad, lo realza hasta lo infinito, puesto que engendra hijos no para esta vida terrenal y perecedera, sino para la celestial y eterna.
Cuanto más refulge la castidad sacerdotal, tanto más viene a ser el sacerdote, junto con Cristo, «hostia pura, hostia santa, hostia inmaculada».
Mas para conservar con todo cuidado y en toda su integridad esta castidad sacerdotal, cual tesoro de valor inestimable, necesario es de todo punto atenerse con toda fidelidad a aquella exhortación del Príncipe de los Apóstoles, que todos los días repetimos a la hora de Completas: «Sed sobrios y vigilad» (1P 5, 8).
Sí, mis amados hijos, estad muy vigilantes, porque vuestra castidad ha de enfrentarse con tantos peligros, así por la plena ruina de la moralidad pública, como por los atractivos de los vicios, que hoy con tanta facilidad os asedian, ya finalmente por aquella excesiva libertad de relaciones entre personas de distinto sexo, tan corriente en la actualidad, y que a veces llega audaz a querer penetrar aun en el ejercicio del ministerio sagrado. «Vigilad y orad» (Mc 14, 38), acordándoos de que vuestras manos tocan las cosas más santas; acordaos asimismo de que estáis consagrados a Dios, y de que sólo a El habéis de servir. Hasta el habito mismo que lleváis os advierte, que no debéis vivir para el mundo, sino para Dios. Empeñaos, pues, con ardor y valentía, confiando en la protección de la Virgen Madre de Dios, en conservaros cada día «nítidos, limpios, puros, castos, como conviene a ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios».
Papa Pío XII, Exhortación Apostólica "Menti Nostrae", 23 de Septiembre de 1950
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