Dedicamos los días jueves a meditar el Misterio Eucarístico, la gran bondad que tuvo Nuestro Señor Jesucristo de quedarse en nuestros sagrarios, oculto bajo la forma de una sencilla hostia, pero en toda Su Gloria, rodeado de la Corte Celestial, invisible a algunos ojos humanos, que le adora sin cesar noche y día. Deseo que tú que lees esto, te conviertas en uno de esos adoradores del Señor en el Tabernáculo, donde tendrás preferencia si con humildad te arrodillas y le entregas tu corazón...
Recuerda además en tus oraciones, pedir hoy de manera especial por LA SANTIDAD SACERDOTAL, para que el Señor conserve en la fidelidad a los buenos sacerdotes y nos siga bendiciendo con el maravilloso regalo de Su Presencia en medio de la actual Apostasía.
Jesucristo, realmente presente, aunque oculto, en la Hostia Divina, es adorado por la Iglesia como Dios. Ella le tributa los honores debidos a sólo Dios; se postra ante el Santísimo Sacramento como los moradores de la Corte Celestial ante la majestad soberana de Dios. Aquí no hay distinción: grandes y pequeños, reyes y vasallos, sacerdotes y fieles todos de cualquiera clase y condición que fueren, hincan su rodilla ante el Dios de la Eucaristía: ¡Es Dios! No basta la adoración a la Iglesia para atestiguar su fe, sino que quiere que vaya acompañada de espléndidos y públicos honores. Esas suntuosas basílicas son expresión de su fe en el santísimo, Sacramento. No ha querido construir sepulcros, sino templos que sean como un cielo en la tierra, donde su Salvador y su Dios encuentre un trono digno.
Con la más delicada atención y solícito cuidado ha dispuesto la Iglesia, descendiendo hasta los menores detalles, todo lo que se refiere al culto de la Eucaristía. No ha querido confiar a nadie este cuidado de honrar a su divino esposo, porque cuando se trata del santísimo Sacramento, todo es grande, importante, divino. Lo más puro que da la naturaleza, lo más precioso que se encuentra en el mundo, quiere consagrarlo al servicio regio de Jesús. Todo el culto de la Iglesia se refiere a este misterio, todo tiene un sentido ultraterreno y espiritual, posee alguna virtud, encierra alguna gracia.
Cuando vemos postrados a los creyentes delante del sagrario, no podemos menos de exclamar: ¡Aquí hay alguien más grande que Salomón, superior a todos los ángeles! Está Jesucristo, ante el cual se dobla toda rodilla, lo mismo en el cielo que en la tierra y en los abismos del infierno. En presencia de Jesús sacramentado no hay grandeza que no se eclipse ni santidad que no se humille: todo ante Él queda como reducido a la nada.
El que comulga puede estar seguro que conseguirá de Jesús las gracias que necesita para dominar las pasiones. Él mismo ha dicho: “Tened confianza en mí, que yo he vencido al mundo”. Él dijo a la tempestad: “Enmudece” y dice ahora al orgulloso, al avaro, al que siente en su interior la furia de los apetitos desordenados, al esclavo de sus concupiscencias y malos deseos: “Rompe tus cadenas... y vete en paz”. El que comulga se siente más fuerte. Al salir del santo banquete podría decir con san Pablo: “Dominaremos todos los obstáculos por aquél que nos ha amado”. Se ha operado un cambio súbito: interiormente se enciende en el corazón un fuego repentino. Dígasenos ahora: si Jesucristo no se hallara realmente presente en la sagrada Hostia, ¿podrían realizarse estos prodigios? ¡Ah, no!, que la naturaleza es más fácil de formar que de reformar. Cuesta mucho más al hombre corregirse y vencerse a sí mismo que practicar una buena obra exterior cualquiera, por difícil que sea, aunque sea heroica. El hábito es una segunda naturaleza. Sólo la Eucaristía, al menos ordinariamente y ateniéndonos a la experiencia, comunica el poder necesario para reformar los malos hábitos que nos dominan.
Beato Pedro Julián Eymard
Consideraciones y Normas Eucarísticas de Vida Cristiana
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