"Enseñen también que deben ser venerados por los fieles los Sagrados Cuerpos de los Santos y Mártires y de los otros que viven con Cristo, pues fueron miembros vivos de Cristo y templos del Espíritu Santo, que por Él han de ser resucitados y glorificados para la Vida Eterna, y por los cuales hace Dios muchos beneficios a los hombres, de suerte que los que afirman que a las reliquias de los Santos no se les debe veneración y honor, o que ellas y otros sagrados monumentos son honrados inútilmente por los fieles y que en vano se reitera el recuerdo de ellos con objeto de impetrar su ayuda (quienes tales cosas afirman) deben absolutamente ser condenados, como ya antaño se los condenó y ahora también los condena la Iglesia"
Sacro Santo Concilio de Trento, 1545-1563
El culto a las Sagradas Reliquias lo encontramos en los inicios del Cristianismo, momento en que tuvo lugar la aparición de los primeros Mártires, cuyos cuerpos fueron enterrados en catacumbas. En un primer momento se mantuvo la costumbre romana y occidental de respetar la inviolabilidad de la sepultura, dado que se consideraba un sacrilegio tocar el cuerpo de los Santos, lo que dio lugar a la aparición de las reliquias de contacto, llamadas también "brandeas", obtenidas mediante la colocación de paños sobre la tumba de aquellos que habían fallecido en olor de santidad.
Se sabe que esta tradición aún estaba vigente en el siglo VI, si bien, progresivamente, se fue imponiendo la práctica oriental de trasladar y dividir los cuerpos santos con el fin de utilizarlos para consagrar los templos. Asimismo, se fue haciendo cada vez más habitual el empleo de estos restos y objetos sagrados para uso personal, así como su exposición en relicarios y cortejos procesionales con la intención de que fueran venerados por el pueblo.
Paulatinamente se generalizó la costumbre advertida en otros países de utilizar las reliquias para la consagración de las iglesias, lo que provocó que se produjera un gran afán en la obtención de estos objetos por parte de los particulares interesados en fundar nuevos edificios religiosos. La presencia de reliquias en estos recintos sacros favorecía la celebración de fiestas en honor de las mismas, en las que las procesiones debían ser frecuentes, tal y como se desprende de un canon del Concilio III de Braga, celebrado el año 675, donde se señala que los Obispos se colgaban en las Fiestas de los Mártires las reliquias del cuello, haciéndose llevar en hombros por los diáconos como si ellos mismos fueran relicarios. Tal vez desde esa época, los Obispos conservaron la costumbre de llevar reliquias en la cruz pectoral.
El Concilio de Nicea, en el año 787, impuso que todas las iglesias debían ser consagradas con alguna reliquia, lo que supuso un notable impulso a su devoción. El Concilio de Trento determinó que las reliquias insignes eran las del cuerpo entero del Santo o parte del mismo en el que éste había sufrido el Martirio, se fijó que no se podían enajenar ni trasladar a otra iglesia sin Indulto Apostólico, que debían ser expuestas en relicarios cerrados y que no era lícito venderlas, siendo función del clero el impedir que se profanasen, perdiesen o no se guardasen debidamente.
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