jueves, 15 de agosto de 2024

LLEGÓ MARÍA SANTÍSIMA EN CUERPO Y ALMA AL TRONO REAL

  


              Corriendo el curso de los tres últimos años de la vida de Nuestra Señora, ordenó el Poder Divino con una oculta y suave fuerza que todo el resto de la naturaleza comenzara a sentir el llanto y prevenir el luto para la muerte de la que con Su vida daba hermosura y perfección a todo lo criado. 

              Los Apóstoles, aunque estaban derramados por el mundo, comenzaron a sentir un nuevo cuidado que les llevaba la atención, con recelos de cuándo les faltaría su Maestra; porque ya les dictaba la Divina y oculta Luz que no se podía dilatar mucho este plazo inevitable. Los otros fieles moradores de Jerusalén y vecinos de Palestina reconocían en sí mismos como un secreto aviso de que su tesoro y alegría no sería para largo tiempo. 

               Los cielos, astros y planetas perdieron mucho de su hermosura y alegría, como lo pierde el día cuando se acerca la noche. Las aves del cielo hicieron singular demostración de tristeza en los dos últimos años; porque gran multitud de ellas acudían de ordinario donde estaba María, y rodeando Su oratorio con extraordinarios vuelos y meneos, formaban en lugar de cánticos diversas voces tristes. De esta maravilla fue testigo muchas veces San Juan. Y pocos días antes del Tránsito de la Divina Madre concurrieron a Ella innumerables avecillas, postrando sus cabecitas y picos por el suelo, y rompiendo sus pechos con gemidos, como quien dolorosamente se despedía para siempre. 

               Y puestos en su presencia, la Virgen Santísima comenzó a despedirse de ellos, hablando a todos los Apóstoles singularmente y algunos Discípulos, y después a los demás circunstantes juntos, que eran muchos.

               Sus palabras como flechas de divino fuego penetraron los corazones de los presentes y rompiendo todos en arroyos de lágrimas y dolor irreparable se postraron en tierra. Después de un intervalo, les pidió que con Ella y por Ella orasen todos en silencio, y así lo hicieron. En esta quietud sosegada descendió del Cielo el Verbo Humanado y se llenó de Gloria la casa del Cenáculo. María Santísima adoró al Señor, quien le ofreció llevarla a la Gloria sin pasar por la muerte.

              Se postró la prudentísima Madre ante su Hijo y con alegre semblante le dijo: "Hijo y Señor Mío, Yo os suplico que vuestra Madre y Sierva entre en la Eterna Vida por la puerta común de la muerte natural, como los demás hijos de Adán. Vos que sois Mi verdadero Dios, la padecisteis sin tener obligación a morir; justo es que como Yo he procurado seguiros en la vida os acompañe también en morir".

               Entonces se reclinó María Santísima sobre Su lecho, con las manos juntas y los ojos fijos en Su Divino Hijo. Y cuando los Ángeles cantaban: "Levántate, apresúrate, amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven que ya pasó el invierno..." (Cantar de los Cantares, cap. 2, vers. 10), en estas palabras pronunció Ella las que Su Hijo Santísimo en la Cruz: "En Tus manos Señor, encomiendo Mi Espíritu" (Evangelio de San Lucas, cap. 23, vers. 46). Cerró los virginales ojos y expiró. La enfermedad que le quitó la vida fue el Amor. 

               Pasó aquella Purísima Alma desde Su virginal Cuerpo a la diestra de Su Hijo Santísimo, donde en un instante fue colocada con inmensa gloria. Y luego se comenzó a sentir que la música de los Ángeles se alejaba, porque toda aquella procesión se encaminó al Cielo empíreo. El sagrado cuerpo de María Santísima, que había sido Templo y Sagrario de Dios vivo, quedó lleno de luz y resplandor y despidiendo de Sí tan admirable y nueva fragancia que todos los circunstantes quedaron llenos de suavidad interior y exterior. 

               Los Apóstoles y Discípulos, entre lágrimas de dolor y júbilo de las maravillas que veían, quedaron como absortos por algún espacio. Sucedió este glorioso tránsito un Viernes a las tres de la tarde, a la misma hora que el de Su Hijo Santísimo, a los trece días del mes de Agosto y a los setenta años de edad, menos algunos días.

              Del Cenáculo partió el solemne cortejo al cual acudieron casi todos los moradores de Jerusalén. Junto a éste había otro invisible de los Cortesanos del Cielo. Descendieron varias legiones de Ángeles con los Antiguos Padres y Profetas, especialmente San Joaquín, Santa Ana, San José, Santa Isabel y el Bautista, con otros muchos Santos que desde el Cielo envió Nuestro Salvador Jesús para que asistiesen a las exequias y entierro de Su Beatísima Madre.

              El día tercero que el Alma Santísima de María gozaba de esta Gloria para nunca dejarla, manifestó el Señor a los Santos Su Voluntad Divina de que volviese al mundo y resucitase Su sagrado cuerpo uniéndose con Él, para que en cuerpo y alma fuese otra, vez levantada a la diestra de Su Hijo Santísimo, sin esperar a la general Resurrección de los Muertos.

               La conveniencia de este favor y la consecuencia que tenía con los demás que recibió la Reina del Cielo y con Su excelente dignidad, no la podían ignorar los Santos, pues a los mortales es tan creíble que, aún cuando la Santa Iglesia no la aprobara, juzgáramos por impío y estulto al que pretendiera negarla.

               Pero conociéronla los Bienaventurados con mayor claridad, y la determinación del tiempo y hora, cuando en Sí mismo les manifestó Su eterno decreto y cuando fue tiempo de hacer esta maravilla, descendió del Cielo el mismo Cristo Nuestro Salvador, llevando a Su diestra el Alma de Su Beatísima Madre, con muchas legiones de Ángeles y los Padres y Profetas antiguos.

               Y llegaron al sepulcro en el valle de Josafat y estando todos a la vista del virginal templo habló el Señor con los Santos y dijo estas palabras: "Mi Madre fue concebida sin mácula de pecado, para que de Su virginal sustancia purísima y sin mácula Me vistiese de la humanidad en que vine al mundo y le redimí del pecado. Mi carne es carne suya, y Ella cooperó Conmigo en las obras de la Redención, y así debo resucitarla como Yo resucité de los muertos, y que esto sea al mismo tiempo y a la misma hora, porque en todo quiero hacerla a Mi semejante".

               Todos los antiguos Santos de la naturaleza humana agradecieron este beneficio con nuevos cánticos de alabanza y gloria del Señor, y los que especialmente se señalaron fueron nuestros primeros padres Adán y Eva, y después de ellos Santa Ana, San Joaquín y San José, como quien tenía particulares títulos y razones para engrandecer al Señor en aquella maravilla de Su Omnipotencia.

               Luego la Purísima Alma de la Reina con el imperio de Cristo Su Hijo Santísimo entró en el virginal cuerpo y le informó y resucitó, dándole nueva vida inmortal y gloriosa y comunicándole los cuatro dotes de claridad, impasibilidad, agilidad y sutileza, como correspondientes a la gloria del alma, de donde se derivan a los cuerpos.

               Con estos dotes salió María Santísima en alma y cuerpo del sepulcro, sin remover ni levantar la piedra con que estaba cerrado y porque es imposible manifestar Su hermosura, belleza y refulgencia de tanta gloria no me detengo en esto. Bástame decir que, como la Divina Madre dio a Su Hijo Santísimo la forma de hombre en Su tálamo virginal y se la dio pura, limpia, sin mácula e impecable para redimir al mundo, así también en retorno de esta dádiva la dio el mismo Señor en esta resurrección y nueva generación otra gloria y hermosura semejante a Sí mismo.

               Luego desde el sepulcro se ordenó una solemnísima procesión con celestial música por la región del aire, por donde se fue alejando para el Cielo empíreo. Y sucedió esto a la misma hora que resucitó Cristo Nuestro Salvador, Domingo inmediato después de media noche; y así no pudieron percibir esta señal por entonces todos los Apóstoles, fuera de algunos que asistían y velaban el sagrado sepulcro.

               Entraron en el Cielo los Santos y Ángeles con el orden que llevaban, y en el último lugar iban Cristo Nuestro Salvador y "a su diestra la Reina vestida de oro de variedad", como dice David, y tan hermosa que pudo ser admiración de los cortesanos del Cielo. Convirtiéronse todos a mirarla y bendecirla con nuevos júbilos y cánticos de alabanza.

               Allí se oyeron aquellos elogios misteriosos que dejó escritos Salomón: "Salid, hijas de Sión, a ver a vuestra Reina, a quien alaban las estrellas matutinas y festejan los hijos del Altísimo. ¿Quién es Ésta que sube del desierto, como varilla de todos los perfumes aromáticos? ¿Quién es Ésta que se levanta como la aurora, más hermosa que la luna, electa como el sol y terrible como muchos escuadrones ordenados? ¿Quién es Ésta que asciende del desierto asegurada en Su dilecto y derramando delicias con abundancia? ¿Quién es Ésta en quien la misma Divinidad halló tanto agrado y complacencia sobre todas Sus criaturas y la levanta sobre todas al Trono de Su inaccesible Luz y Majestad? ¡Oh maravilla nunca vista en los cielos!, ¡oh novedad digna de la Sabiduría Infinita!, ¡oh prodigio de esa Omnipotencia que así la magnificas y engrandeces!".

               Con estas glorias llegó María Santísima en cuerpo y alma al Trono Real de la Beatísima Trinidad, y las Tres Divinas Personas la recibieron en Él con un abrazo indisoluble.

               El Eterno Padre le dijo: Asciende más alta que todas las criaturas, electa Mía, hija Mía y paloma Mía.

               Allí quedó absorta María Santísima entre las Divinas Personas y como anegada en aquel piélago interminable y en el Abismo de la Divinidad; los Santos llenos de admiración, de nuevo gozo accidental.

               El Verbo humanado dijo: Madre Mía, de quien recibí el ser humano y el retorno de Mis obras con Tu perfecta imitación, recibe ahora el premio de Mi mano que tienes merecido.

               El Espíritu Santo dijo: Esposa amantísima, entra en el Gozo Eterno que corresponde a Tu fidelísímo amor y goza sin cuidados, que ya pasó el invierno del padecer y llegaste a la posesión eterna de Nuestros abrazos...


Extraído de "Mística Ciudad de Dios", 
de la Venerable Sor María de Jesús de Ágreda



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