"El adorable Corazón de Jesucristo late con amor divino al mismo tiempo que humano, desde que la Virgen María pronunció su Fiat, y el Verbo de Dios, como nota el Apóstol, «al entrar en el mundo dijo: "Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito; holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: Heme aquí presente. En el principio del libro se habla de mí. Quiero hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad..." Por esta "voluntad" hemos sido santificados mediante la "oblación del cuerpo" de Jesucristo, que él ha hecho de una vez para siempre».
De manera semejante palpitaba de amor su Corazón, en perfecta armonía con los afectos de su voluntad humana y con su amor divino, cuando en la casita de Nazaret mantenía celestiales coloquios con su Dulcísima Madre y con su Padre Putativo, San José, al que obedecía y con quien colaboraba en el fatigoso oficio de carpintero.
Este mismo triple amor movía a su Corazón en su continuo peregrinar apostólico, cuando realizaba innumerables milagros, cuando resucitaba a los muertos o devolvía la salud a toda clase de enfermos, cuando sufría trabajos, soportaba el sudor, hambre y sed; en las prolongadas vigilias nocturnas pasadas en oración ante su Padre amantísimo; en fin, cuando daba enseñanzas o proponía y explicaba parábolas, especialmente las que más nos hablan de la misericordia, como la parábola de la dracma perdida, la de la oveja descarriada y la del hijo pródigo. En estas palabras y en estas obras, como dice san Gregorio Magno, se manifiesta el Corazón mismo de Dios: «Mira el Corazón de Dios en las palabras de Dios, para que con más ardor suspires por los bienes eternos».
Pio XII, Encíclica "Haurietis Aquas"
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