Tal día como hoy en 1958, se despedía de este mundo el Último Príncipe de Dios, el Papa Pío XII; su familia había sido ennoblecida los por los múltiples servicios que prestó a la Iglesia en la época que los Papas perdieron los Estados Pontificios. Eugenio María Pacelli sería el garante de la Aristocracia Romana, austera, piadosa y ejemplar, a la que siempre animaría, incluso ya siendo Pontífice, a ser estímulo para todas las clases sociales, bajo el Apostolado de la Tradición Católica.
Según la conocida profecía de San Malaquías, Pío XII ostentó el título de "Pastor Angelicus" y el Papa, que no era ajeno a los escritos del Santo monje, aceptó y usó dicho título pues sentía que esa y no otra era su misión en la Barca de Pedro que había de manejar en época de mar enbravecido. La Providencia quiso que desde su apellido, Pacelli, "la paz que viene del Cielo", así como su escudo pontificio, con la paloma de Noé con el olivo en su pico, confluyeran en que Pío XII viese y padeciese la II Guerra Mundial, el que se enfrentó a los excesos del Fascismo y del Nazismo, ayudando y protegiendo a los más desfavorecidos del conflicto.
Pío XII consagró el mundo al Inmaculado Corazón de María en 1952 y así entregó a la Madre de Dios los designios de esta sociedad cada vez más apartada del amor de Dios. De esta Buena Madre predicaría Sus amores y la necesidad de consagrarnos a Ella mediante Su Escapulario del Carmen.
El amor a la Virgen Santísima lo animó a enaltecer a Nuestra Señora proclamando el Dogma de la Asunción en 1950, que vino a ser la rúbrica sobre toda una tradición mariana que clamaba la Definición clara de la incorruptibilidad de María Virgen tras Su dormición y su Asunción en cuerpo y alma al Paraíso. Si algo destacó en Pío XII no dudemos que fue su empeño en corregir errores doctrinales a base de publicar numerosas encíclicas, donde exponía con claridad el Magisterio Católico frente a las novedades filosóficas que se cernían a las puertas de Roma.
De cierto el Papa Pacelli fue "la paz venida del Cielo", pues con su doctrina y ejemplo Pío XII marcó una senda para los tiempos de iniquidad que llegaron tras su óbito, época en la que Dios ha dispuesto que estemos presentes para mantener vivas la Fe y la Doctrina Católicas de siempre en contraposición a las continuas novedades que aparecen y pretenden, como objetivo único, quitar a Dios del pensamiento de sus criaturas.
Una es, a la verdad, la Esposa de Cristo, la Iglesia; sin embargo, el amor del Divino Esposo es tan vasto que no excluye a nadie, sino que abraza en su Esposa a todo el género humano. Y así Nuestro Salvador derramó Su Sangre para reconciliar con Dios en la Cruz a todos los hombres de distintas naciones y pueblos, mandando que formasen un solo Cuerpo.
Por lo tanto, el verdadero amor a la Iglesia exige no sólo que en el mismo Cuerpo seamos recíprocamente miembros solícitos los unos de los otros, que se alegran si un miembro es glorificado y se compadecen si otro sufre, sino que aun en los demás hombres, que todavía no están unidos con nosotros en el Cuerpo de la Iglesia, reconozcamos hermanos de Cristo según la carne, llamados juntamente con nosotros a la misma salvación eterna.
Es verdad, por desgracia, que principalmente en nuestros días no faltan quienes en su soberbia ensalzan la aversión, el odio, la envidia, como algo con que se eleva y enaltece la dignidad y el valor humano. Pero nosotros, mientras contemplamos con dolor los funestos frutos de esta doctrina, sigamos a nuestro pacífico Rey, que nos enseñó a amar no sólo a los que no provienen de la misma nación ni de la misma raza, sino aun a los mismos enemigos.
Nosotros, penetrados los ánimos por la suavísima frase del Apóstol de las Gentes, cantemos con él mismo cuál sea la longitud, la anchura, la altura y la profundidad de la caridad de Cristo que, ciertamente, ni la diversidad de pueblos y costumbres puede romper, ni el espacio del inmenso océano disminuir ni las guerras, emprendidas por causa justa o injusta, destruir.
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