En las últimas horas de Su vida mortal, Jesús hace aún más visible Su amor por Sus Sacerdotes. En el discurso de la Cena que nos ha conservado Juan, el Confidente del Divino Corazón, la ternura del Maestro desborda en cada palabra; son las expansiones íntimas de Su Corazón, las adorables efusiones de Su Amor.
"Ardientemente he deseado -dice- comer esta Pascua con vosotros antes de padecer". Ardía en deseos de hacerlos partícipes de Su Sacerdocio Sagrado y marcarlos con ese carácter divino que los eleva sobre las jerarquías angélicas. Tenía prisa por ponerse en sus manos bajo la Forma Eucarística, por abandonarse enteramente a ellos y depender de ellos. Como un artista impaciente por ver surgir de sus manos la obra maestra que ideara, Jesús apresuraba con el deseo el momento de ver formada la obra ideada por Su Corazón: el Sacerdocio Católico.
"He deseado ardientemente...". ¡Ardiente aspiración del Corazón de Jesús hacia Sus Sacerdotes! Ha deseado ardientemente celebrar "esa Pascua"... Ya varias veces la había celebrado con Sus Discípulos, pero no era "esa Pascua" durante la cual debía instituir Su Sacerdocio. Preside la Cena como un padre en medio de sus hijos, luego se levanta y con humildad que asombra, se arrodilla ante Sus Discípulos, les presta el servicio de los esclavos lavándoles los pies y secándoselos dulcemente. Para disminuir en cierto modo la distancia que los separa de Él, para animarlos y hacerlos -aun entre ellos mismos- menos indignos de Su Divina Bondad, les dice: "Vosotros estáis limpios". Más aún, los eleva hasta Sí, los iguala a Sí y hasta les asegura que "quien reciba a aquel que Él ha enviado, le recibe a Él mismo".
La Bondad de Jesús no llega tan solo a los discípulos limpios, sino que se extiende hasta el discípulo infiel. Trata de conmover el corazón del traidor con advertencias llenas de dulzura y con palabras afectuosas. Se esfuerza, por lo menos, por derramar en su corazón la Fe y la Confianza que aun después de su delito podrían hacerle volver al buen camino.
Ha llegado el Momento Solemne. El Amor Infinito está a punto de producir una Obra Maestra; la Sabiduría Infinita y el Supremo Poder cooperan en Ella. ¡Será el don por excelencia de la Caridad Divina, será la Eucaristía! Dios con nosotros, Dios en nosotros; Jesucristo, Dios y Hombre, unido espíritu con espíritu, corazón con corazón, cuerpo con cuerpo al hombre rescatado y purificado: “Tomad y comed –dice el Salvador– tomad y bebed todos de Él”.
Pero el esfuerzo del Amor no ha terminado aún. Jesús no estará allí siempre en forma humana y palpable para obrar el Prodigio. Es preciso que otros hombres, revestidos de Su poder, le sucedan y renueven en el transcurso de los siglos la misteriosa Transubstanciación que Él acaba de realizar. Entonces hace brotar de Su Corazón el Sacerdocio. Los privilegiados que rodean a Jesús en ese momento, reciben ese carácter sagrado e indeleble que los hace eternamente Sacerdotes y que los elegidos del Amor llevarán de generación en generación para Gloria de Dios y salvación del mundo.
En cuanto los Apóstoles son revestidos del carácter sacerdotal, Jesús siente aumentar Su Amor por ellos. Ya no puede contenerlo dentro de Sí. Necesita testimoniarlo: “Vosotros sois los que habéis perseverado Conmigo en Mis pruebas –les dice–, y Yo preparo para vosotros el Reino como me lo preparó mi Padre a Mí”. Tierno y cariñoso como una madre, los llama sus “hijitos”. No quiere que se abandonen a la tristeza: “No se turbe vuestro corazón. Me voy a prepararos un lugar… Volveré y os llevaré Conmigo”. “Yo rogaré al Padre y os dará otro Consolador… No os dejaré huérfanos. Volveré a vosotros”. “Y el que me ama, será amado por mi Padre”.
Luego, mediante el símil de la vid y los sarmientos, los instruye acerca de esa misteriosa unión que la comunidad de un mismo Sacerdocio establece entre ellos y Él. Los estimula a estrechar cada vez más esa unión, unión indispensable, sin la cual no podrían dar fruto: “Mi Padre queda glorificado en que vosotros llevéis mucho fruto; con esto seréis Mis Discípulos. Como Mi Padre me ha amado, así os he amado Yo. Perseverad en Mi Amor”.
Juan el Bautista se había dado el dulce título de amigo del esposo. Jesús lo había aprobado y cierto día, al responder a los discípulos del Precursor, Él mismo lo empleó con infinita gracia para calificar a Sus Apóstoles: “¿Acaso pueden los amigos de esposo ayunar y hacer duelo mientras el esposo está con ellos?”. Pero en esta última noche, el Divino Maestro, tomando otra vez ese nombre, se lo da solemnemente a Sus Sacerdotes, como nombre que les corresponde: “Vosotros sois Mis amigos, ya no os llamo siervos, sino amigos”. ¿Puede haber algo más tierno y más dulce que este título de amigo? Es el nombre particular del objeto amado, del objeto preferido del amor.
Un padre, un hermano y aun un esposo pueden no ser amados; pero un amigo, no. Es amigo precisamente porque es amado y si dejara de serlo, dejaría también de llamarse amigo. El Sacerdote es, por lo tanto, el amigo particular de Jesús. El Maestro lo ha distinguido y llamado a Su Divina Amistad de entre la multitud predilecta de los Cristianos. Por eso Él mismo dice a Sus Apóstoles: “Soy Yo quien os he elegido y os he destinado…”. Y agrega: “Yo os he escogido sacándoos del mundo” .
Sí, Jesús separa al Sacerdote de la multitud, pero para elevarlo más, para gratificarlo con mayor largueza y para unirlo más íntimamente a Él. En fin, para completar los testimonios de Su Divina Ternura hacia los Apóstoles y levantar su ánimo, les da la seguridad del Amor de Su Padre Celestial: “El Padre mismo os ama, porque vosotros Me queréis”. “Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en Mí. En el mundo tendréis luchas, pero tened valor: Yo he vencido al mundo”. Y brota de Su Corazón una ardiente plegaria. Con la mirada dirigida hacia el Cielo y las manos alzadas, Jesús recomienda a Su Padre el Sacerdocio que acaba de instituir. Sabe que pronto saldrá de este mundo y ya no estará visiblemente en medio de Sus Apóstoles para sostenerlos y consolarlos.
Sabe además que son débiles y que en medio del mundo, al que los manda como ovejas entre lobos, estarán expuestos a innumerables dolores y peligros. Por eso, en esa Hora Suprema en que Él, Divino Redentor, está en cierto modo a punto de renunciar a Su Divinidad y a Su Infinito Poder, para no ser más que la Víctima Expiatoria, siente la necesidad de confiar a Su Divino Padre los intereses tan queridos a Su Corazón: “Por ellos ruego…” Más adelante rogará por los fieles, por los que creerán en Él por su palabra.
Pero ahora sólo piensa en Sus Sacerdotes: “No ruego por el mundo, sino por estos que Me diste”. Pide para ellos la perfecta unión de corazones y voluntades, tan necesaria para conseguir hacer el bien; esa unidad de miras y de acción que es de por sí una fuerza y que debe permitir a la Iglesia atravesar sin contaminarse, el oleaje del mal y la tempestad de las persecuciones: “Que sean uno como Nosotros somos Uno”. Y finalmente, después de haber repetido varias veces que Sus Sacerdotes no son del mundo –demostrando a las claras con esta insistencia que si deben vivir en medio del mundo no deben contagiarse de su espíritu ni conformarse a sus costumbres–, Jesús, el Maestro Divino, termina con palabras de exquisita humildad y vigilante ternura: “Y por ellos Yo Me santifico a Mí mismo, para que también ellos también sean santificados en la Verdad”.
Jesús, que quiere que Sus Sacerdotes sean Santos, se santifica en las debilidades y necesidades humanas. Los quiere completamente semejantes a Él y comienza por hacerse en todo semejante a ellos. Practica por ellos todas las virtudes. Y así, Él, el infinitamente puro, se sujeta a las prudentes reservas que pide la custodia de la castidad; o se deja invadir en alguna ocasión por la tristeza a fin de enseñarles a vencer las tentaciones similares. Se santifica a Sí mismo para servirles de Modelo y para ser el Ejemplar eterno del Sacerdote Católico, el Modelo acabado de la Perfección Sacerdotal.
Madre Luisa Margarita Claret de la Touche
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.