Don Bosco habló a toda la Comunidad después de las oraciones de la noche:
Ayer noche, mis queridos hijos, me había acostado, y no pudiéndome dormir, pensaba en la naturaleza y modo de existir del alma; cómo estaba hecha; cómo se podía encontrar y hablar en la otra vida separada del cuerpo; cómo se trasladaría de un lugar a otro; cómo nos podremos conocer entonces los unos a los otros siendo así que, después de la muerte, sólo seremos espíritus puros.
Y cuanto más reflexionaba sobre esto, tanto más misterioso me parecía todo. Mientras divagaba sobre éstas y otras semejantes fantasías, me quedé dormido y me pareció estar en el camino que conduce a… (y nombró la ciudad) y que a ella me dirigía.
Caminé durante un rato; atravesé pueblos para mí desconocidos, cuando de pronto sentí que me llamaban por mi nombre.
Era la voz de una persona que estaba parada en el camino.
-Ven conmigo, me dijo; ahora podrás ver lo que deseas.
Obedecí inmediatamente.
Aquella persona se movía con la rapidez del pensamiento y lo mismo yo.
Caminábamos sin tocar con los pies en el suelo. Al llegar a una región que no sabría precisar, mi guía se detuvo.
Sobre un lugar eminente se elevaba un magnífico palacio de admirable estructura.
No sabría puntualizar dónde estaba, ni a qué altura; no recuerdo si sobre una montaña o en el aire, sobre las nubes.
Era inaccesible, y no se veía camino alguno para subir.
Sus puertas estaban a una altura considerable.
-¡Mira! ¡Sube a ese palacio!, -me dijo mi guía.
-¿Cómo hacerlo?, -exclamé. ¿Cómo apañarme? Aquí abajo no hay entradas y yo no tengo alas.
-¡Entra!, -me dijo el otro en tono imperativo.
Y viendo que yo no me movía, añadió:
-Haz como yo; levanta los brazos con buena voluntad y subirás. Ven conmigo.
Y diciendo esto levantó en alto las manos hacia el cielo. Yo abrí entonces los brazos y al instante me sentí elevado en el aire a guisa de ligera nube. Y heme aquí a la entrada del gran palacio. El guía me había acompañado.
-¿Qué hay dentro?, -le pregunté.
-Entra: visítalo y verás. En una sala, al fondo, encontrarás quien te aleccione.
El guía desapareció y yo, habiéndome quedado sólo y guía de mí mismo, entré en el pórtico, subí las escaleras y me encontré en un departamento verdaderamente regio. Recorrí salas espaciosas, habitaciones ricamente decoradas y largos pasillos. Yo caminaba a una velocidad fuera de lo normal. Cada sala brillaba al conjuro de los sorprendentes tesoros en ella acumulados y con gran rapidez recorrí tantos departamentos que me hubiera sido imposible contarlos.
Pero, lo más admirable fue lo siguiente. A pesar de que corría a la velocidad del viento, no movía los pies, sino que permaneciendo suspendido en el aire y con las piernas juntas, me deslizaba sin cansancio sobre el pavimento sin tocarlo, como si se tratase de una superficie de cristal. Así, pasando de una sala a otra, vi finalmente al fondo de una galería una puerta. Entré y me encontré en un gran salón, magnífico sobre toda ponderación… Al fondo del mismo, sobre un sillón, vi majestuosamente sentado a un Obispo, como quien espera a dar audiencia. Me acerqué con respeto y quedé maravillado al reconocer en aquel prelado a un amigo íntimo. Era Monseñor… (y dijo el nombre), Obispo de… muerto hace dos años. Parecía no sufrir nada. Su aspecto era lozano, afectuoso y de una belleza que no se puede expresar.
-¡Oh, Monseñor! ¿Vos aquí?, -le dije con alegría.
-¿No me veis?, -replicó el obispo.
-¿Cómo os encontráis? ¿Estáis vivo todavía? ¿No habíais muerto?
-Sí, he muerto.
-Pues si moristeis, ¿cómo estáis aquí sentado, tan lozano y con tan buena apariencia? Si estáis vivo todavía, decídmelo por favor pues de lo contrario nos veremos en un gran lío. En A… hay ya otro Obispo, Monseñor… ¿cómo arreglaremos este asunto?
-Estad tranquilo, no os preocupéis, que yo estoy muerto…
-Más vale así, pues ya hay otro en vuestro lugar.
-Lo sé. ¿Y vos, Don Bosco, estáis vivo o muerto?
-Yo estoy vivo. ¿No me veis aquí en cuerpo y alma?
-Aquí no se puede venir con el cuerpo.
-Pues yo lo estoy.
-Eso os parece, pero no es así…
Y al llegar a este punto de la conversación, comencé a hablar muy aprisa, haciendo pregunta tras pregunta, sin obtener contestación alguna.
-¿Cómo es posible, decía, que estando yo vivo pueda estar aquí con Vos que estáis muerto?
Y tenía miedo de que el prelado desapareciese; por eso comencé a decirle en tono suplicante:
-Monseñor, por caridad, no os vayáis. ¡Necesito saber tantas cosas!
El Obispo, al verme tan preocupado:
-No os inquietéis de ese modo, dijo; -estad tranquilo, no lo dudéis; no me iré; hablad.
-Decidme, Monseñor, ¿os habéis salvado?
-Miradme, contestó; observad cuán fuerte, lozano y resplandeciente me encuentro.
Su aspecto verdaderamente me daba cierta esperanza de que se hubiera salvado; pero no contentándome con eso, añadí:
-Decidme si os habéis salvado: ¿sí o no?
-Sí, estoy en un lugar de salvación.
-Pero ¿estáis en el Paraíso gozando de Dios o en el Purgatorio?
-Estoy en un lugar de salvación; pero aún no he visto a Dios y necesito que recéis por mí.
-¿Y cuánto tiempo tendréis que estar todavía en el Purgatorio?
-¡Mirad aquí!
Y me mostró un papel, añadiendo:
-¡Leed!
Tomé el papel en la mano, lo examiné atentamente, pero no viendo en él nada escrito, le dije:
-Yo no veo nada.
-Mirad lo que hay escrito; leed.
-Lo he mirado y lo estoy mirando, pero no puedo leer, porque no hay nada escrito.
-Mirad mejor.
-Veo un papel con dibujos en forma de flores celestes, verdes, violáceas, pero no veo ninguna letra.
-¡Son cifras!
-Yo no veo cifras, ni números.
Miró el prelado el papel que tenía yo en la mano y dijo después:
-Ya sé por qué no comprendéis; poned el papel al revés.
Examiné la hoja con mayor atención, la volví por ambos lados, pero ni al derecho ni al revés pude leer. Solamente me pareció apreciar que entre las vueltas y las revueltas de aquellos dibujos floridos, hubiere el número 2.
El Obispo continuó:
-¿Sabéis por qué es necesario leer al revés?
Porque los Juicios de Dios son diferentes de los del mundo. Lo que los hombres toman por sabiduría es necedad para Dios.
No me atreví a pedirle una explicación más clara, y dije:
-Monseñor, no os marchéis, quiero preguntaros más cosas. -Preguntad, pues; yo escucho.
-¿Me salvaré?
-Tened esperanza en ello.
-No me hagáis sufrir; decidme enseguida si me salvaré.
-No lo sé.
-Al menos, decidme si estoy o no en gracia de Dios.
-No lo sé.
-¿Y mis muchachos, se salvarán?
-No lo sé.
-Por favor, os suplico que me lo digáis.
-Habéis estudiado Teología, y por tanto podéis saberlo y daros la respuesta vos mismo.
-¿Cómo? Estáis en un lugar de salvación y no sabéis estas cosas:
-Mirad, el Señor se las hace saber a quien quiere; y cuando quiere que se den a conocer estas cosas, concede el permiso y da la orden. De otra manera nadie puede comunicarlo a los que aún viven.
Yo me sentía impulsado por un deseo vehemente de preguntar más y más cosas ante el temor de que Monseñor se marchase.
-Ahora, decidme algo de vuestra parte para comunicarlo a mis muchachos.
-Vos sabéis tan bien como yo, qué es lo que han de hacer. Tenéis la Iglesia, el Evangelio, las demás Escrituras que lo contienen todo; decidles que salven el alma, que lo demás nada interesa.
-Pero, eso ya lo sabemos, que debemos salvar el alma. Lo que necesitamos es conocer los medios que hemos de emplear para conseguirlo. Dadme un consejo que nos haga recordar esta necesidad. Yo se lo repetiré a mis muchachos en vuestro nombre.
-Decidles que sean buenos y obedientes.
-¿Y quién no sabe esas cosas?
-Decidles que sean modestos y que recen.
-Pero, decidme algo más práctico.
-Decidles que se confiesen frecuentemente y que hagan buenas comuniones.
-Algo más concreto aún.
-Os lo diré, puesto que así lo queréis. Decidles que tienen delante de sí una niebla y que simplemente el distinguirla es ya una buena cosa. Que se quiten ese obstáculo de delante de los ojos, como se lee en los Salmos: Nubem dissipa.
-¿Y qué es esa niebla?
-Todas las cosas del mundo, las cuales impiden ver la realidad de las cosas celestiales.
-¿Y qué deben hacer para que desaparezca esa niebla?
-Considerar el mundo tal cual es: mundus totus in maligno positus est (el mundo entero se encuentra en el maligno), y entonces salvarán el alma; que no se dejen engañar por las apariencias mundanas. Los jóvenes creen que los placeres, las alegrías, las amistades del mundo pueden hacerles felices y, por tanto, no esperan más que el momento de poder gozar de ellas; pero que recuerden que todo es vanidad y aflicción de espíritu. Que se acostumbren a ver las cosas del mundo, no según su apariencia, sino como son en realidad.
-¿Y de dónde proviene principalmente esta niebla?
-Así como la virtud que más brilla en el Paraíso es la pureza, también la oscuridad y la niebla son producidas principalmente por el pecado de la inmodestia y de la impureza. Es como un negro y densísimo nubarrón que priva de la vista e impide a los jóvenes ver el precipicio que les amenaza con tragárselos. Decirles, pues, que conserven celosamente la virtud de la pureza, pues los que la poseen, florebunt sicut lilium in civitate Dei (florecerán como el lirio en la ciudad de Dios).
-¿Y qué se precisa para conservar la pureza? Decídmelo, que yo se lo comunicaré a mis jóvenes de vuestra parte.
-Es necesario: el retiro, la obediencia, la huida del ocio y la oración.
-¿Y después?
-Oración, fuga del ocio, obediencia, retiro.
-¿Y nada más?
-Obediencia, retiro, oración, y fuga del ocio. Recomendadles estos medios que son suficientes.
Yo deseaba preguntarle muchas cosas más, pero no me acordaba de nada.
De forma que, apenas el Prelado hubo terminado de hablar, en mi deseo de repetiros aquellos mismos consejos, abandoné precipitadamente la sala y corrí al Oratorio. Volaba con la rapidez del viento y en un instante me encontré a las puertas de nuestra casa. Seguidamente me detuve y comencé a pensar:
-¿Por qué no estuve más tiempo con el Obispo de…? ¡Me habría proporcionado nuevas aclaraciones! He hecho mal dejándome perder tan buena ocasión. ¡Podría haber aprendido tantas cosas hermosas!
E inmediatamente volví atrás con la misma rapidez con que había venido, temeroso de no encontrar ya a Monseñor. Penetré, pues, de nuevo en aquel palacio y en el mismo salón.
Pero, ¡qué cambio se había operado en tan breves instantes! El Obispo, palidísimo como la cera, estaba tendido sobre el lecho; parecía un cadáver; a los ojos le asomaban las últimas lágrimas; estaba agonizando. Sólo por un ligero movimiento del pecho, agitado por los postreros estertores, se comprendía que aún tenía vida. Yo me acerqué a él afanosamente:
-Monseñor, ¿qué os ha sucedido?
-Dejadme, dijo dando un suspiro.
-Monseñor, tendría aún muchas cosas que preguntaros.
-Dejadme solo; sufro mucho.
-¿En qué puedo aliviaros?
-Rezad y dejadme ir.
-¿Adónde?
-A donde la mano omnipotente de Dios me conduce.
-Pero, Monseñor, os lo suplico, decidme adónde.
-Sufro mucho; dejadme.
-Decidme al menos qué puedo hacer en vuestro favor, repetía yo.
-Rezad.
-Una palabra nada más: ¿tenéis algún encargo que hacerme para el mundo? »No tenéis nada que decir a vuestro sucesor?
-Id al actual Obispo de… y decidle de mi parte esto y esto.
Las cosas que me dijo no os interesan a vosotros, mis queridos jóvenes, por tanto las omitiremos.
El Prelado prosiguió diciendo:
-Decidle también a tales y tales personas, éstas y estas otras cosas en secreto.
Don Bosco calló también estos encargos: pero tanto éstos como los primeros parece que se referían a avisos y remedios para ciertas necesidades de aquella diócesis.
-¿Nada más?, -continué yo.
-Decid a vuestros muchachos que siempre los he querido mucho; que mientras viví, siempre recé por ellos y que también ahora me acuerdo de ellos. Que rueguen ahora por mí.
-Tened la seguridad de que se lo diré y de que comenzaremos inmediatamente a aplicar sufragios. Pero, apenas os encontréis en el Paraíso, acordaos de nosotros.
El aspecto del Prelado denotaba entretanto un mayor sufrimiento. Daba pena contemplarlo; sufría muchísimo, su agonía era verdaderamente angustiosa.
-Dejadme, me volvió a decir; dejadme que vaya a donde el Señor me llama.
-¡Monseñor!… ¡Monseñor!…, repetía yo lleno de indecible compasión.
-¡Dejadme!… ¡Dejadme!…
Parecía que iba a expirar mientras una fuerza invisible se lo llevaba de allí a las habitaciones más interiores, hasta que desapareció de mi vista.
Yo, ante una escena tan dolorosa, asustado y conmovido, me volví para retirarme, pero habiendo tropezado por aquellas salas con la rodilla en algún objeto, me desperté y me encontré en mi habitación y en el lecho.
Como veis, queridos jóvenes, éste es un sueño como los demás, y en lo relacionado con vosotros no necesita explicación, para que todos lo entendáis.
Don Bosco terminó diciendo:
En este sueño aprendí muchas cosas relacionadas con el alma y con el Purgatorio, que antes no había llegado a comprender y que ahora las veía tan claras que no las olvidaré jamás.
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