En realidad, queridos Amigos de la Cruz, todos sois pecadores. No hay nadie entre vosotros que no merezca el infierno –Y yo más que ninguno–. Nuestros pecados tienen que ser castigados en este mundo o en el otro. Si no lo son en éste, lo serán en el otro.
Si Dios los castiga en este mundo, de acuerdo con nosotros, el castigo será amoroso. En efecto, nos castigará su Misericordia, que reina en este mundo, y no su rigurosa Justicia; será un castigo ligero y pasajero, acompañado de dulzura y méritos y seguido de recompensas en el tiempo y en la eternidad.
Pero, si el castigo que merecen los pecados cometidos queda reservado para el otro mundo, la Justicia inexorable de Dios –que todo lo lleva a sangre y fuego– ejecutará la condena...
Queridos hermanos y hermanas: ¿pensamos en esto cuando padecemos alguna pena en este mundo? ¡Qué suerte la que tenemos! Pues, al llevar esta cruz con paciencia, cambiamos una pena eterna e infructuosa por una pena pasajera y meritoria.
¡Cuántas deudas nos quedan por pagar! ¡Cuántos pecados cometidos! Para expiar por ellos, aún después de una amarga contrición y una confesión sincera, tendremos que padecer en el Purgatorio por habernos conformado con unas penitencias bien ligeras durante esta vida. ¡Ah! Cancelemos, pues, amistosamente nuestras deudas en esta vida llevando bien nuestra cruz. En la otra vida, todo se paga hasta el último céntimo, hasta la menor palabra ociosa. Si lográramos arrancar de manos del demonio el libro de muerte, en el que lleva anotados todos nuestros pecados y el castigo que merecen, ¡qué debe tan enorme hallaríamos! ¡Y qué encantados quedaríamos de padecer durante años enteros en esta vida antes que sufrir un solo día en la otra!
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