RESEÑA DE LA REINA CATÓLICA
El Jueves Santo del año 1451 (22 de abril) en la pequeña villa abulense de Madrigal de las Altas Torres nació una niña, hija del rey don Juan II de Castilla y de su segunda esposa, doña Isabel de Portugal. Era el primer vástago del matrimonio. Posteriormente había de nacer el príncipe Alfonso. En el bautismo se le impuso el nombre de Isabel.
Cuando Isabel era adolescente, el Marqués de Villena y otros nobles le propusieron la boda con el rey Alfonso V de Portugal o con el Duque de Berri-Guyena ella hizo prevalecer su voluntad escogiendo a Fernando de Aragón, el más antiguo de los candidatos a su mano. El heredero de Aragón hizo el viaje a Castilla disfrazado como sirviente y celebró su boda en Valladolid el miércoles 18 de octubre de 1469 después de prestar juramento de cumplir las leyes y libertades del reino como príncipe sucesor. Al día siguiente, los esposos asistieron en la iglesia de María la Mayor a la misa nupcial y la bendición solemne de su matrimonio. Isabel contaba 18 años de edad y Fernando, 17 años. Desde su matrimonio, los jóvenes príncipes usaron el título de reyes de Sicilia.
Siempre fue consciente de su dignidad real. Un día Fernando el Católico estaba con unos amigos y parientes jugando a los dados, y la reina Isabel, separada apenas por un tapiz, oyó las voces destempladas del tío del Rey, el almirante don Fadrique, mezcladas con palabrotas. ¡Ajá! ¡Te he ganado!, dijo el Almirante al Rey. Se levantó la Reina indignada para decir al autor de las voces: ¡Así no se habla al Rey! A lo que respondió el Almirante: Señora, no hablaba con el Rey, sino con mi sobrino. E Isabel replicó: Don Fadrique, mi señor el Rey no tiene parientes ni amigos; solamente súbditos.
En la noche del 11 al 12 de diciembre de 1477, murió en el alcázar de Madrid, a la edad de 50 años, Enrique IV. Al día siguiente de la muerte del rey castellano (13 de diciembre) en Segovia fue proclamada reina su hermana Isabel I, juntamente con su esposo Fernando V. Contaba la nueva soberana sólo 23 años.
Al principio de su reinado, Isabel y Fernando tuvieron que hacer valer sus derechos luchando contra los partidarios de doña Juana la Beltraneja, que estaban apoyados por el rey portugués Alfonso V. Una vez consolidados en el trono, ambos reyes convinieron en que todos los instrumentos públicos llevarían las firmas, bustos y armas de los dos, con la fórmula de Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando.
El mismo Fernando reconocía la valía de Isabel, pues muchas veces le dijo a su esposa: Sois merecedora de reinar no sólo en España, sino en el mundo entero.
La reina Isabel, aunque era inflexible en sus principios, tuvo que aprender a la fuerza a tolerar la debilidad de los mortales. Cuando en una ocasión alguien le criticó, un poco escandalizado, que permitiera que en su corte estuvieran como pajes los hijos naturales de don Pedro González de Mendoza -niños rubios, simpáticos y de buena presencia-, la Reina al enterarse de aquellas críticas y viendo a los chiquillos, comentó que no podía expulsarlos de la corte, y añadió: ¡Son tan simpáticos y graciosos los “pecados” de mi cardenal!
Al fallecer fray Tomás de Torquemada, primer confesor de Isabel, el cardenal Mendoza aconsejó a su soberana que nombrase como confesor a fray Hernando de Talavera, hombre virtuoso y de grandes merecimientos. Al ser presentado, la Reina le expuso sus deseos. El humilde fraile dijo: Acepto el cargo, Señora, honrosísimo para mí. Y permitidme una pregunta: ¿Cuándo he de empezar a ejercerlo? E Isabel le contestó: Ahora mismo, si os place. Entoncés el monje se sentó en una silla e indicó con respeto a la Reina que se pusiera de rodillas, como cualquier otro penitente. Isabel se quedó sorprendida. Sus anteriores confesores se habían arrodillado ante ella como muestra de deferencia hacia su persona. Reverendo Padre -dijo-, la costumbre indica que ambos debemos arrodillarnos. Fray Hernando respondió: Hija mía, la confesión es el tribunal de Dios, en el que no existen reyes ni reinos, sino simplemente pecadores, y yo, a pesar de mi indignidad, soy Su ministro. Lo justo es que yo me siente y vos os arrodilléis. Al oír esta respuesta, exclamó la Reina: Éste es el confesor que yo busco, e hincóse de rodillas ante el sacerdote para confesar sus pecados.
La Reina Isabel fue una mujer piadosa. De su vida de oración escribió el primer Postulador de la Causa de Beatificación de la Reina Católica: Esta vida de oración nos consta por múltiples documentos y testigos de ella. Sabemos, en efecto, que por mucho que sorprenda a los que conocen la prodigiosa actividad de gobierno y de empresa que la absorbía, era “dada a las cosas divinas mucho más que a las humanas”, “más contemplativa que activa, a pesar de los múltiples asuntos de gobierno que día y noche la ocupaban”; pero le quedaba tiempo para sus oraciones y largos ratos de recogimiento con Dios, incluso para rezar todos los días “el Oficio Divino en el Breviario, como los sacerdotes”, y aquellas prolongadas horas tempranas, y otras muchas oraciones y devociones particulares como devotísima cristiana.
El vivo sentimiento que tenía Isabel de sus pecados e indignidad hizo de ella una mujer humilde. La evidencia parece demostrar que sus “pecados” no eran sino “pecadillos” aumentados por su delicada conciencia: faltas de omisión debidas al esfuerzo puesto en sus graves obligaciones; mentiras pronunciadas en un momento de precipitación o en trato con rivales carentes de escrúpulos; deudas de guerra impagadas que nadie esperaba satisfaciera antes de lo que lo hizo. En lo referente a su moralidad, ni siquiera sus enemigos más acerbos fueron capaces de culparla de nada. Su carácter tenía algo de virginal: un rasgo que conservó hasta el día de su muerte; e incluso sus últimas palabras hacen pensar en la niñita de rubios cabellos que vivía en Arévalo. Es evidente que cometió errores, como todo ser humano, pero nadie duda que fue un alma grande.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.