En vano rebuscaréis en todas las academias de la Antigüedad algún filósofo que lo haya enseñado. En vano consultaréis la luz de los sentidos y de la razón. Sólo Jesucristo puede enseñaros y haceros saborear ese Misterio por su gracia triunfante. Adiestraos, pues, en esta sobre eminente ciencia bajo la dirección de tan excelente Maestro, y poseeréis todas las demás ciencias, ya que ésta las encierra a todas en grado eminente. Ella es nuestra filosofía natural y sobrenatural, nuestra Teología divina y misteriosa, nuestra piedra filosofal, que -por la paciencia- cambia los metales más toscos en preciosos; los dolores más agudos, en delicias; la pobreza, en riqueza; las humillaciones más profundas, en gloria.
Aquel de vosotros que sepa llevar mejor su cruz -aunque, por otra parte, sea un analfabeto-, es más sabio que todos los demás. Escuchad al gran San Pablo, que, al bajar del tercer cielo -donde aprendió misterios escondidos a los mismos Ángeles-, exclama que no sabe ni quiere saber nada fuera de Jesucristo Crucificado. ¡Alégrate, pues, tú, pobre ignorante; tú, humilde mujer sin talento ni letras; si sabes sufrir con alegría, sabes más que un doctor de la Sorbona que no sepa sufrir tan bien como tú!
Esos cristianos que veis por todas partes trajeados a la moda, en extremo delicados, altivos y engreídos hasta el exceso, no son los verdaderos discípulos de Jesús Crucificado. Y, si pensáis lo contrario, estáis afrentando a esa Cabeza coronada de espinas y a la verdad del Evangelio. ¡Válgame Dios! ¡Cuántas caricaturas de cristianos que pretenden ser miembros de Jesucristo, cuando en realidad son sus más alevosos perseguidores, porque mientras hacen con la mano la señal de la cruz, son sus enemigos en el corazón!
Si os preciáis de ser guiados por el mismo espíritu de Jesucristo y vivir la misma vida de quien es vuestra Cabeza coronada de espinas, no esperéis sino abrojos, azotes, clavos; en una palabra, Cruz. Pues es necesario que el discípulo sea tratado como el Maestro, los miembros como la Cabeza. Y, si el Cielo os ofrece -como a Santa Catalina de Siena- una corona de espinas y otra de rosas, escoged sin vacilar la de espinas y hundidla en vuestra cabeza para asemejaros a Jesucristo.
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